RESEÑA DE «LA VIDA EN OBRAS», DE ALBERTO MARCOS (Páginas de Espuma, 2013)
Manu López Marañón
Manu López Marañón
Con notable e injustificable retraso cae en mis manos «La vida en obras», primer libro de relatos que escribe el madrileño (cosecha de 1977) Alberto Marcos. Lo publica –¡cómo no!– Páginas de Espuma, la editorial que más hace porque el cuento en castellano ocupe el lugar que merece. Desde Cita en la Glorieta enviamos una ovación al editor Juan Casamayor por su buen gusto a la hora de seleccionar los autores y por poner todos los medios para que sus obras sean difundidas. Entre tanto aficionado inepto, profesionales con esta dedicación y capacidad de riesgo son los que necesita un país como el nuestro, tan necesitado de formar nuevas remesas de lectores con criterio.
Es el final de la infancia y la entrada en la adolescencia un período al que, dicho de forma fina, puede denominarse «complicado» y en lenguaje llano una cabronada. Evito la autorreferencia siempre que puedo, pero en este caso la siento obligada. Pido disculpas. Al construir a los personajes de mi única novela quise recordar mi niñez para tratar de capturar aquella atmósfera tan especial que pensaba irrecuperable. Tras un evanescente velo me sorprendió descubrir, encadenándose, significativos sucesos. Seguían relucientes en mi memoria, inmunes al paso del tiempo. Regodeándome en ellos los cotejé luego con los de otros amigos del colegio. Llegamos a la conclusión de que para nadie es sencillo lidiar una época a la que nunca se termina de dar carpetazo; una época desabrida y en la que más desprotegido te hayas; en la que nadie entiende tu cósmica soledad; en la que la vida se ha convertido en un horrible embrollo y en la que el despertar hormonal termina por convertirnos en unos seres desvalidos con el cerebro lleno de semen (de quienes las chicas huyen –obviamente– como apestados.)
Viene a cuento el párrafo anterior porque de entre todos los excepcionales relatos de Alberto Marcos, el autor de esta reseña, de verse impelido a elegir, se quedaría con los 6 centrados en las problemáticas vividas por personajes que vienen de dejar atrás la infancia. Antes de comentar este conjunto, señalo cómo, en mi trayectoria de lector, no recuerdo haber dado con algo tan certero –y bien contado– sobre este período decisivo en todo ser humano. Tiene el autor la anómala habilidad de transportarte con la intensa eficacia que se exige a todo buen relato, gracias a su rapidez y vigor, a aquellos aterradores años adolescentes (que nadie me los nombre como «maravillosos», por favor); además, la identificación entre el lector y los inseguros y acongojados protagonistas se establece a la primera frase: solo los muy capaces, y Alberto Marcos lo es, exhiben esta destreza.
En «Monopoly» el extrañamiento del protagonista, un chico inteligente pero desplazado (tanto en su familia como entre sus pretendidos «amigos»), acaba pagándolo un pacífico perro. Cuento de áspero final, con el chaval jugando solo, metáfora de lo que le aguarda. En «Silvia y yo» un adolescente gay recorre los quioscos del Madrid de los 80 buscando revistas pornográficas de su gusto (a la fatalidad de la adolescencia se une la de saberse homosexual en esa España recién salida del franquismo: ni para mi peor enemigo imagino un infierno más refinado para arrastrar una vida). El complejo de culpa del muchacho lo hace aparecer como si fuera un atracador: gestos felinos, gafas de sol y semblante adusto, mientras en su interior revive su aún cercana infancia: cómo para comprar cromos de temática femenina valía con recurrir, ante el quiosquero, a una hermana imaginaria. Este relato debería ser de obligatoria lectura en los centros educativos (si queremos educar en la igualdad… ¿qué mejor que mostrar las miserias de épocas no tan lejanas?). En «Taxidermia», acomplejada por tener poco pecho, Nuria consigue operarse y aumentar en un par de tallas el busto. Pero los desencuentros e inhibiciones que arrastra desde la adolescencia no cambian con la silicona. Un taxidermista parece ser el hombre idóneo para inaugurar sus pechos, pero la torpeza llena de prejuicios frustra el encuentro. «Medidas de seguridad» cuenta el temor que una familia vive a ser atacada en su urbanización por alguna banda de albano-kosovares. Este temor trastoca la existencia de dos hermanos adolescentes a punto de entrar –por fin– en la juventud. Por una terrible confusión el padre dispara contra un miembro de su familia. Nos presenta «Verano en Maryland» a Mateo, joven universitario que recuerda aquel verano suyo pasado en compañía de una familia americana «típica» compuesta por la madre y dos hijos. El suicidio de Kevin trastorna a Mateo quien, años después, consigue que su subconsciente ilumine parcelas insospechadas de su estancia norteamericana. En «Césped recién cortado» las crueldades propias en la adolescencia del protagonista, que vive junto a sus compañeros de colegio en La Moraleja, se ven refrenadas gracias a su amistad con Lisardo, un joven algo mayor, quien, con sus ejemplos de civismo mantiene la cordura del grupo. Recuerda Lisardo a uno de aquellos héroes de las novelas de formación de Hermann Hesse («Demian») en las que fue experto el premio nobel alemán.
En los 8 relatos que completan el libro hay una evidente voluntad por hacer crecer a sus protagonistas. La infancia y la adolescencia a veces siguen presentes, pero ya más como telón de fondo o como un marco referencial inoportuno, más bien molesto. Parece advertirnos el autor que, tras los malos tragos pasados, la llegada de la juventud –y su implícita madurez– no suponen las recompensas tantas veces anheladas y casi aseguradas. Y es que cada edad conlleva la aparición de nuevos problemas, no menos intensos que los que creemos haber superado y dejado atrás. Nunca vamos a encontrar la plenitud… nuestras vidas siempre estarán… «en obras».
Así, «Cambio de casa» narra el frustrado encuentro homosexual entre dos jóvenes ya emancipados, un encuentro que rompe por vez primera el tono del volumen, hasta entonces centrado en problemáticas adolescentes. «Bichos» cuenta cómo una plaga desazona a Julia, una atractiva soltera con querencia hacia los becarios de su empresa. El tendero que le vende el insecticida, un friqui, la desconcierta hasta el extremo de hacerle sentir un morboso deseo. Los personajes de Alberto Marcos suman años: su protagonista aquí es ya una treintañera. Asistimos en «La lata de conserva» al último día laboral de un becario que recababa datos demográficos para una editorial. Una lata de sardinas olvidada en un armario, y finalmente deglutida por el joven que ya se va, se convierte en metáfora sobre su futuro laboral. «La mancha de humedad» muestra a un hombre abandonado por su mujer que mitiga su soledad con fantasías como las generadas por una mancha de humedad en su salón. En «La vida en obras» las relaciones carnales de una alquilada con el sudamericano que limpia la fachada de su edificio se convierte en el motivo central de un relato basado en la incomunicación. «¿De qué hablan los hombres en el gimnasio?» está protagonizado por Roberto, un economista vigoréxico, que viene de superar una crisis de pareja gracias a utilizar para sus fines a un oscuro y poco agradecido contable. Constituye el núcleo de «El imprevisible vuelo de los vencejos» la frustrada declaración de amor adúltero que Fabio pensaba hacer a Carmen. Durante la trascendental conversación asaltan a Fabio unos violentos recuerdos maritales que paralizan sus intenciones. Retrata «Aderezos» la vacua existencia de un abogado administrativo (no litigante). Su peculiar sentido del humor, que recuerda al de Kevin Spacey en «American beauty», acabará volviéndose contra él.
Es el final de la infancia y la entrada en la adolescencia un período al que, dicho de forma fina, puede denominarse «complicado» y en lenguaje llano una cabronada. Evito la autorreferencia siempre que puedo, pero en este caso la siento obligada. Pido disculpas. Al construir a los personajes de mi única novela quise recordar mi niñez para tratar de capturar aquella atmósfera tan especial que pensaba irrecuperable. Tras un evanescente velo me sorprendió descubrir, encadenándose, significativos sucesos. Seguían relucientes en mi memoria, inmunes al paso del tiempo. Regodeándome en ellos los cotejé luego con los de otros amigos del colegio. Llegamos a la conclusión de que para nadie es sencillo lidiar una época a la que nunca se termina de dar carpetazo; una época desabrida y en la que más desprotegido te hayas; en la que nadie entiende tu cósmica soledad; en la que la vida se ha convertido en un horrible embrollo y en la que el despertar hormonal termina por convertirnos en unos seres desvalidos con el cerebro lleno de semen (de quienes las chicas huyen –obviamente– como apestados.)
Viene a cuento el párrafo anterior porque de entre todos los excepcionales relatos de Alberto Marcos, el autor de esta reseña, de verse impelido a elegir, se quedaría con los 6 centrados en las problemáticas vividas por personajes que vienen de dejar atrás la infancia. Antes de comentar este conjunto, señalo cómo, en mi trayectoria de lector, no recuerdo haber dado con algo tan certero –y bien contado– sobre este período decisivo en todo ser humano. Tiene el autor la anómala habilidad de transportarte con la intensa eficacia que se exige a todo buen relato, gracias a su rapidez y vigor, a aquellos aterradores años adolescentes (que nadie me los nombre como «maravillosos», por favor); además, la identificación entre el lector y los inseguros y acongojados protagonistas se establece a la primera frase: solo los muy capaces, y Alberto Marcos lo es, exhiben esta destreza.
En «Monopoly» el extrañamiento del protagonista, un chico inteligente pero desplazado (tanto en su familia como entre sus pretendidos «amigos»), acaba pagándolo un pacífico perro. Cuento de áspero final, con el chaval jugando solo, metáfora de lo que le aguarda. En «Silvia y yo» un adolescente gay recorre los quioscos del Madrid de los 80 buscando revistas pornográficas de su gusto (a la fatalidad de la adolescencia se une la de saberse homosexual en esa España recién salida del franquismo: ni para mi peor enemigo imagino un infierno más refinado para arrastrar una vida). El complejo de culpa del muchacho lo hace aparecer como si fuera un atracador: gestos felinos, gafas de sol y semblante adusto, mientras en su interior revive su aún cercana infancia: cómo para comprar cromos de temática femenina valía con recurrir, ante el quiosquero, a una hermana imaginaria. Este relato debería ser de obligatoria lectura en los centros educativos (si queremos educar en la igualdad… ¿qué mejor que mostrar las miserias de épocas no tan lejanas?). En «Taxidermia», acomplejada por tener poco pecho, Nuria consigue operarse y aumentar en un par de tallas el busto. Pero los desencuentros e inhibiciones que arrastra desde la adolescencia no cambian con la silicona. Un taxidermista parece ser el hombre idóneo para inaugurar sus pechos, pero la torpeza llena de prejuicios frustra el encuentro. «Medidas de seguridad» cuenta el temor que una familia vive a ser atacada en su urbanización por alguna banda de albano-kosovares. Este temor trastoca la existencia de dos hermanos adolescentes a punto de entrar –por fin– en la juventud. Por una terrible confusión el padre dispara contra un miembro de su familia. Nos presenta «Verano en Maryland» a Mateo, joven universitario que recuerda aquel verano suyo pasado en compañía de una familia americana «típica» compuesta por la madre y dos hijos. El suicidio de Kevin trastorna a Mateo quien, años después, consigue que su subconsciente ilumine parcelas insospechadas de su estancia norteamericana. En «Césped recién cortado» las crueldades propias en la adolescencia del protagonista, que vive junto a sus compañeros de colegio en La Moraleja, se ven refrenadas gracias a su amistad con Lisardo, un joven algo mayor, quien, con sus ejemplos de civismo mantiene la cordura del grupo. Recuerda Lisardo a uno de aquellos héroes de las novelas de formación de Hermann Hesse («Demian») en las que fue experto el premio nobel alemán.
En los 8 relatos que completan el libro hay una evidente voluntad por hacer crecer a sus protagonistas. La infancia y la adolescencia a veces siguen presentes, pero ya más como telón de fondo o como un marco referencial inoportuno, más bien molesto. Parece advertirnos el autor que, tras los malos tragos pasados, la llegada de la juventud –y su implícita madurez– no suponen las recompensas tantas veces anheladas y casi aseguradas. Y es que cada edad conlleva la aparición de nuevos problemas, no menos intensos que los que creemos haber superado y dejado atrás. Nunca vamos a encontrar la plenitud… nuestras vidas siempre estarán… «en obras».
Así, «Cambio de casa» narra el frustrado encuentro homosexual entre dos jóvenes ya emancipados, un encuentro que rompe por vez primera el tono del volumen, hasta entonces centrado en problemáticas adolescentes. «Bichos» cuenta cómo una plaga desazona a Julia, una atractiva soltera con querencia hacia los becarios de su empresa. El tendero que le vende el insecticida, un friqui, la desconcierta hasta el extremo de hacerle sentir un morboso deseo. Los personajes de Alberto Marcos suman años: su protagonista aquí es ya una treintañera. Asistimos en «La lata de conserva» al último día laboral de un becario que recababa datos demográficos para una editorial. Una lata de sardinas olvidada en un armario, y finalmente deglutida por el joven que ya se va, se convierte en metáfora sobre su futuro laboral. «La mancha de humedad» muestra a un hombre abandonado por su mujer que mitiga su soledad con fantasías como las generadas por una mancha de humedad en su salón. En «La vida en obras» las relaciones carnales de una alquilada con el sudamericano que limpia la fachada de su edificio se convierte en el motivo central de un relato basado en la incomunicación. «¿De qué hablan los hombres en el gimnasio?» está protagonizado por Roberto, un economista vigoréxico, que viene de superar una crisis de pareja gracias a utilizar para sus fines a un oscuro y poco agradecido contable. Constituye el núcleo de «El imprevisible vuelo de los vencejos» la frustrada declaración de amor adúltero que Fabio pensaba hacer a Carmen. Durante la trascendental conversación asaltan a Fabio unos violentos recuerdos maritales que paralizan sus intenciones. Retrata «Aderezos» la vacua existencia de un abogado administrativo (no litigante). Su peculiar sentido del humor, que recuerda al de Kevin Spacey en «American beauty», acabará volviéndose contra él.