por Osvaldo Reyes
El crimen es el eje central del género negro. El autor lo utiliza como fulcro de una peculiar balanza donde juega con los elementos de la trama que piensa desarrollar. En extremos contrarios, dos personajes por lo general. Un detective o su equivalente y un villano.
En la mayor parte de los libros es fácil separar uno del otro. El detective representa a las fuerzas del orden. Es la figura central que dará voz a las víctimas y que hará justicia por ellas. No es perfecto, pero está dispuesto a cumplir su trabajo. El criminal persigue su propia agenda y su vida privada y pública están separadas. Independiente de la historia, las páginas nos mostrarán una danza. Una coreografía armada entre los dos y cuyo acto final llevará a una resolución del conflicto. Al triunfo de uno de los dos lados cuyos límites, a pesar de los defectos de sus protagonistas, están definidos de una manera comprensible para el lector.
La literatura negra centroamericana tiene peculiaridades muy sui generis y una de las que más destaca es la personalidad de sus personajes. Estos entes de ficción son el resultado de las vivencias del autor, de los problemas de su entorno y de cada historia que forma parte de su presente o pasado, ya sea por experiencia propia o ajena. Así como en la literatura negra al norte del Río Grande predominan los psicópatas, una realidad que ha pasado a formar parte de la cultura popular de los Estados Unidos, en la centroamericana descollan los antihéroes.
Según la Real Academia Española, el término se refiere a un “personaje destacado o protagonista de una obra de ficción cuyas características y comportamientos no corresponden a los del héroe tradicional”. También denominado el “protagonista antagónico”, en su pasado radica el origen de sus rasgos de personalidad. Su actuar puede ser considerado cuestionable y sus razones subjetivas. Son amorales, violentos, apáticos y la brújula que los dirige parece estar averiada.
Si las vivencias del escritor se filtran en sus personajes, la novela negra centroamericana es el sitio perfecto para encontrar antihéroes. Durante los años setenta y ochenta la región se encontró sumida en una serie de conflictos armados entre gobiernos autoritarios con apoyo militar, de corte anticomunista, y los movimientos rebeldes, principalmente de izquierda, que dejaron un saldo de miles de muertos y heridos, sin considerar las torturas, violaciones y vejámenes a los Derechos Humanos. A pesar de que la paz llegó a mediados de los ochenta con la firma del Acuerdo de Paz de Esquipulas, las cicatrices que quedaron en los sobrevivientes nunca curaron del todo. Escritores como Horacio Castellanos Moya, Rafael Menjívar Ochoa, Dante Liano y Rodrigo Rey Rosas se vieron obligados a vivir en el exilio por años, debido a los conflictos armados. El neopolicial centroamericano de la posguerra es el resultado directo de estos eventos y sus obras reflejan esa realidad vivida y relegada al pasado, pero jamás olvidada. El detective o el personaje principal no es tan noble como en antaño. Sus conductas bordean la ambigua zona entre lo correcto y lo incorrecto.
“El arma en el hombre” de Horacio Castellanos Moya (Honduras) sigue la vida de Juan Alberto García (su nombre solo aparece una vez), mejor conocido como Robocop. Es un soldado al servicio del gobierno, hasta que la paz lo deja sin trabajo. En la calle y sabiendo hacer una sola cosa (la guerra) acepta su realidad y pone sus habilidades al servicio del mejor postor. Sus empleos incluyen colaborar con una banda de narcotraficantes, ser escolta de un coronel guatemalteco y fungir como asesino a sueldo en El Salvador. Robocop es un fruto de su época, un robot humano diseñado para obedecer, engendrado en un sistema militarizado y luego desmovilizado, sin pensar en su destino o en su capacidad para enfrentarse al mundo fuera del ámbito castrense.
En “Verano rojo” de Daniel Quirós (Costa Rica), un exguerrillero llamado Don Chepe, quien decide vivir sus últimos días en un tranquilo pueblo pesquero, debe investigar el asesinato de una amiga cuyo pasado parece estar ligada con el atentado contra Edén Pastora, el guerrillero sandinista nicaragüense que lideró la lucha que acabó con la dictadura de Anastasio Somoza. Don Chepe es un hombre acostumbrado a resolver sus problemas con violencia y la ejecución de su amiga lo lleva de vuelta al mundo que trató de olvidar.
El primer capítulo de “El hombre de Montserrat” de Dante Liano (Guatemala) es una muestra de lo que podía pasarle al lector de haber vivido en cualquiera de nuestros países. El teniente Carlos García, analista en el departamento de inteligencia del ejército guatemalteco y encargado de desarrollar programas para hacerle frente a la guerrilla, encuentra un cuerpo tirado a un lado de la carretera, cerca de la localidad de Montserrat, con varios tiros en la cabeza. Prefiere no involucrarse, así que deja el cadáver en manos de la policía y se dirige a su oficina. Cuando empieza a tener la impresión de que conocía al muerto, descubre que la policía no ha reportado el crimen. Empujado por la curiosidad, decide investigar para ponerle un nombre al hombre de Montserrat.
En “Cualquier forma de morir” de Rafael Menjívar Ochoa (El Salvador), todos los personajes son mencionados en base a un apodo, excepto los narcotraficantes que son identificados por sus nombres o apellidos. La figura central es un policía antinarcóticos que es contratado por los que antes eran sus enemigos, quienes controlan la prisión donde está encarcelado por un asunto de drogas, para que ayude en los “suicidios” de ciertas personas de interés.
Todas estas historias y muchas más muestran a nuestros antihéroes en acción. Criaturas que germinan del podrido terreno de la corrupción reinante, abonados con la desidia de los poderosos y regados con la desesperanza de los oprimidos. Es irónico que las situaciones que dieron origen a esta peculiaridad de la novela negra escrita en Centro América sean también la razón por la que podrían ser remplazados en el futuro por otros tipos de personajes más convencionales.
Los escritores de la generación del neopolicial centroamericano vieron en televisión la violencia de los conflictos armados, escucharon los gritos de desesperación y los disparos, tuvieron que abandonar sus casas para irse a vivir al extranjero. Las nuevas olas de escritores, los que a los diez años oyeron de sus adultos por primera vez la posibilidad de la elusiva “paz”, tendrán otras vivencias. Sus días no están saturados de incertidumbre, sino de redes sociales. Sus problemas no son causados por la violencia armada de grupos militares, sino por criminales comunes o pandillas organizadas. Con excepciones recientes, donde el fantasma de la represión ha regresado del pasado, los milenials que decidan explorar el mundo de la literatura tendrán otros conflictos que relatar y otros problemas que criticar, pero pronostico que los antihéroes seguirán apareciendo en sus páginas. Mientras existan crímenes sin que una sola persona sea juzgada, mientras las sociedades sigan premiando la corrupción y el delincuente sea elevado a la categoría de modelo a seguir, los antihéroes continuarán su labor de mostrarnos a la humanidad en su más cruda manifestación, de recordarnos que las zonas grises abundan en nuestro camino y que pasarse de la luz a la oscuridad requiere de un solo paso.
De susurrarnos al oído que la única diferencia entre ellos y nosotros es la pluma de un escritor.
En la mayor parte de los libros es fácil separar uno del otro. El detective representa a las fuerzas del orden. Es la figura central que dará voz a las víctimas y que hará justicia por ellas. No es perfecto, pero está dispuesto a cumplir su trabajo. El criminal persigue su propia agenda y su vida privada y pública están separadas. Independiente de la historia, las páginas nos mostrarán una danza. Una coreografía armada entre los dos y cuyo acto final llevará a una resolución del conflicto. Al triunfo de uno de los dos lados cuyos límites, a pesar de los defectos de sus protagonistas, están definidos de una manera comprensible para el lector.
La literatura negra centroamericana tiene peculiaridades muy sui generis y una de las que más destaca es la personalidad de sus personajes. Estos entes de ficción son el resultado de las vivencias del autor, de los problemas de su entorno y de cada historia que forma parte de su presente o pasado, ya sea por experiencia propia o ajena. Así como en la literatura negra al norte del Río Grande predominan los psicópatas, una realidad que ha pasado a formar parte de la cultura popular de los Estados Unidos, en la centroamericana descollan los antihéroes.
Según la Real Academia Española, el término se refiere a un “personaje destacado o protagonista de una obra de ficción cuyas características y comportamientos no corresponden a los del héroe tradicional”. También denominado el “protagonista antagónico”, en su pasado radica el origen de sus rasgos de personalidad. Su actuar puede ser considerado cuestionable y sus razones subjetivas. Son amorales, violentos, apáticos y la brújula que los dirige parece estar averiada.
Si las vivencias del escritor se filtran en sus personajes, la novela negra centroamericana es el sitio perfecto para encontrar antihéroes. Durante los años setenta y ochenta la región se encontró sumida en una serie de conflictos armados entre gobiernos autoritarios con apoyo militar, de corte anticomunista, y los movimientos rebeldes, principalmente de izquierda, que dejaron un saldo de miles de muertos y heridos, sin considerar las torturas, violaciones y vejámenes a los Derechos Humanos. A pesar de que la paz llegó a mediados de los ochenta con la firma del Acuerdo de Paz de Esquipulas, las cicatrices que quedaron en los sobrevivientes nunca curaron del todo. Escritores como Horacio Castellanos Moya, Rafael Menjívar Ochoa, Dante Liano y Rodrigo Rey Rosas se vieron obligados a vivir en el exilio por años, debido a los conflictos armados. El neopolicial centroamericano de la posguerra es el resultado directo de estos eventos y sus obras reflejan esa realidad vivida y relegada al pasado, pero jamás olvidada. El detective o el personaje principal no es tan noble como en antaño. Sus conductas bordean la ambigua zona entre lo correcto y lo incorrecto.
“El arma en el hombre” de Horacio Castellanos Moya (Honduras) sigue la vida de Juan Alberto García (su nombre solo aparece una vez), mejor conocido como Robocop. Es un soldado al servicio del gobierno, hasta que la paz lo deja sin trabajo. En la calle y sabiendo hacer una sola cosa (la guerra) acepta su realidad y pone sus habilidades al servicio del mejor postor. Sus empleos incluyen colaborar con una banda de narcotraficantes, ser escolta de un coronel guatemalteco y fungir como asesino a sueldo en El Salvador. Robocop es un fruto de su época, un robot humano diseñado para obedecer, engendrado en un sistema militarizado y luego desmovilizado, sin pensar en su destino o en su capacidad para enfrentarse al mundo fuera del ámbito castrense.
En “Verano rojo” de Daniel Quirós (Costa Rica), un exguerrillero llamado Don Chepe, quien decide vivir sus últimos días en un tranquilo pueblo pesquero, debe investigar el asesinato de una amiga cuyo pasado parece estar ligada con el atentado contra Edén Pastora, el guerrillero sandinista nicaragüense que lideró la lucha que acabó con la dictadura de Anastasio Somoza. Don Chepe es un hombre acostumbrado a resolver sus problemas con violencia y la ejecución de su amiga lo lleva de vuelta al mundo que trató de olvidar.
El primer capítulo de “El hombre de Montserrat” de Dante Liano (Guatemala) es una muestra de lo que podía pasarle al lector de haber vivido en cualquiera de nuestros países. El teniente Carlos García, analista en el departamento de inteligencia del ejército guatemalteco y encargado de desarrollar programas para hacerle frente a la guerrilla, encuentra un cuerpo tirado a un lado de la carretera, cerca de la localidad de Montserrat, con varios tiros en la cabeza. Prefiere no involucrarse, así que deja el cadáver en manos de la policía y se dirige a su oficina. Cuando empieza a tener la impresión de que conocía al muerto, descubre que la policía no ha reportado el crimen. Empujado por la curiosidad, decide investigar para ponerle un nombre al hombre de Montserrat.
En “Cualquier forma de morir” de Rafael Menjívar Ochoa (El Salvador), todos los personajes son mencionados en base a un apodo, excepto los narcotraficantes que son identificados por sus nombres o apellidos. La figura central es un policía antinarcóticos que es contratado por los que antes eran sus enemigos, quienes controlan la prisión donde está encarcelado por un asunto de drogas, para que ayude en los “suicidios” de ciertas personas de interés.
Todas estas historias y muchas más muestran a nuestros antihéroes en acción. Criaturas que germinan del podrido terreno de la corrupción reinante, abonados con la desidia de los poderosos y regados con la desesperanza de los oprimidos. Es irónico que las situaciones que dieron origen a esta peculiaridad de la novela negra escrita en Centro América sean también la razón por la que podrían ser remplazados en el futuro por otros tipos de personajes más convencionales.
Los escritores de la generación del neopolicial centroamericano vieron en televisión la violencia de los conflictos armados, escucharon los gritos de desesperación y los disparos, tuvieron que abandonar sus casas para irse a vivir al extranjero. Las nuevas olas de escritores, los que a los diez años oyeron de sus adultos por primera vez la posibilidad de la elusiva “paz”, tendrán otras vivencias. Sus días no están saturados de incertidumbre, sino de redes sociales. Sus problemas no son causados por la violencia armada de grupos militares, sino por criminales comunes o pandillas organizadas. Con excepciones recientes, donde el fantasma de la represión ha regresado del pasado, los milenials que decidan explorar el mundo de la literatura tendrán otros conflictos que relatar y otros problemas que criticar, pero pronostico que los antihéroes seguirán apareciendo en sus páginas. Mientras existan crímenes sin que una sola persona sea juzgada, mientras las sociedades sigan premiando la corrupción y el delincuente sea elevado a la categoría de modelo a seguir, los antihéroes continuarán su labor de mostrarnos a la humanidad en su más cruda manifestación, de recordarnos que las zonas grises abundan en nuestro camino y que pasarse de la luz a la oscuridad requiere de un solo paso.
De susurrarnos al oído que la única diferencia entre ellos y nosotros es la pluma de un escritor.
Osvaldo Reyes (Panamá, 1971)
estudió medicina en la Universidad de Panamá y luego se especializó en Ginecología y Obstetricia en la Maternidad María Cantera de Remón. Actualmente labora como médico especialista en la Maternidad del Hospital Santo Tomás, donde también ejerce funciones como Coordinador de Investigaciones. Es profesor de la Cátedra de Obstetricia de la Universidad de Panamá y miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
Es un ferviente lector y escritor del género negro, con siete libros (El Efecto Maquiavelo, En los umbrales del Hades, Pena de muerte, La estaca en la cruz, Sacrificio, El canto de las gaviotas y El cactus de madera) y dos colecciones de cuentos (13 gotas de sangre y 13 candidatos para un homicidio) publicados a la fecha. Sus relatos forman partes de diferentes antologías (Escrito en el agua, Pólvora y sangre, Círculo de Lovecraft # 9) y es ganador del Primer Premio de Narrativa Corta (2017) del Panama Horror Film Fest.
Es un ferviente lector y escritor del género negro, con siete libros (El Efecto Maquiavelo, En los umbrales del Hades, Pena de muerte, La estaca en la cruz, Sacrificio, El canto de las gaviotas y El cactus de madera) y dos colecciones de cuentos (13 gotas de sangre y 13 candidatos para un homicidio) publicados a la fecha. Sus relatos forman partes de diferentes antologías (Escrito en el agua, Pólvora y sangre, Círculo de Lovecraft # 9) y es ganador del Primer Premio de Narrativa Corta (2017) del Panama Horror Film Fest.