RESEÑA DE «DON QUIJOTE DE MANHATTAN», DE MARINA PEREZAGUA. Los libros del lince (2016)
por Manu López Marañón
por Manu López Marañón
Publicada por Anagrama a finales de 2019 «Seis formas de morir en Texas», extraordinaria novela de cuya impactante lectura muchos aún nos recuperamos, a Cita en La Glorieta le ha parecido pertinente para este 23 de abril de 2020 –un Día del Libro devaluado por las tremendas circunstancias mundiales que toca padecer– recuperar la segunda novela de Marina Perezagua que tiene como título, precisamente, «Don Quijote de Manhattan». Esta sevillana es autora, aparte de las citadas, de la novela «Yoro» y de dos libros de relatos: «Criaturas abisales» y «Leche» (todos editados por Los libros del lince). Residente en Nueva York, nadar y bucear en el mar, hasta lo más profundo que pueda, son algunas de las aficiones de esta singular mujer.
Notas para una reseña que se las trae (y que no sé yo si podré dar forma):
–Para su libérrima recreación de las andanzas de don Quijote y Sancho Panza, Marina Perezagua parece haber tenido más en cuenta la primera parte del Quijote cervantino, regocijadamente episódica y formada por aquel inacabable collage de sucesos e historias que salpimentaba las dos salidas del caballero (sin y con escudero). En ella acontecen los hechos más popularmente conocidos de la novela (así, por citar algunos, la aventura de los molinos, la ganancia del yelmo de Mambrino, o la batalla con los cueros de vino). A estos episodios itinerantes, siempre trepidantes, Cervantes incorpora narraciones que personajes de toda laya refieren sin tener que pedírselo dos veces. Estamos ante esos «tiempos muertos» que en toda época, pero más aún hoy, cualquier novela debe incorporar –y los cuales, por cierto, pocos autores saben manejar con solvencia–. El cuento de la pastora Marcela que narra un cabrero; la larga ficción, casi una novela dentro de la novela, que se cuenta en «El curioso impertinente»; o la regocijante historia de la infanta Micomicona serían buen ejemplo de estos magistrales desvíos cervantinos. Creo que Marina Perezagua ha preferido para sus fines esta dinámica estructura por encima del buscado reposo (sin duda delicioso y sublime) que ofrece la segunda parte de «Don Quijote de la Mancha», más discursiva y remansada.
–El trayecto de esta salida neoyorquina (sería la cuarta del caballero) que Marina Perezagua despliega en los treinta y tres capítulos de su «Don Quijote de Manhattan» acontece durante el invierno de 2016 entre Queens y el lugar donde estuvo el Six World Trade Center (es decir, tras quince años del espectacular atentado). Don Quijote, en su justiciero afán de arreglamundos, muestra su lado iracundo y más follonero en capítulos como el IV (en el oscuro comedor de invidentes que pretende iluminar al grito de Fiat lux), el X (con ese revuelo que provoca el gratuito reparto de donuts y la posterior lluvia de dólares procedente de las cajas abiertas del Starbucks) o en el capítulo XIV, donde tras su colérica reacción provocada por las armas de fuego don Quijote muestra su solidaridad con los reos de la cárcel de Utah. Sucesos así de desopilantes vertebran gran parte de la novela y dan sustancia al itinerario de esta inmortal pareja trasladada por arte de birlibirloque al Nueva York de comienzos del siglo XXI.
–Pero tal y como acontecía en el modelo cervantino, sobre todo durante su primera parte, también «Don Quijote de Manhattan» resulta pródigo en esas historias que personajes de variada condición regalan a nuestros estrafalarios protagonistas (aclaro que durante casi toda la narración don Quijote va disfrazado de C-3PO y Sancho Panza, durante buena parte de ella, de ewok). Destaquemos de entre estos sustanciosos paréntesis la mala estrella del joven con quien don Quijote comparte celda (un delincuente acusado de robar, primero comida y después un banco –capítulo VIII–), o, en un plano más metaliterario, la clase que don Quijote enjareta a Sancho y en donde explica cómo una novela debe incluir varios tiempos, algo que disgusta a su escudero, partidario de la más rigurosa linealidad narrativa (capítulo XIX).
–La Biblia. En el capítulo I una predicadora negra regala un ejemplar de las Sagradas Escrituras a don Quijote. El libro de los libros guiará la nueva existencia del épico hidalgo con igual fiel sujeción a la que, en su día, lograron aquellas noveluchas de caballerías. En la habitación de un hostal de Manhattan don Quijote pasa siete días confinado, leyendo a todo meter. El esfuerzo para descifrar muchos versículos resulta extenuante y, como consecuencia, al denodado lector se le termina reblandeciendo el seso. Sin haber entendido cabalmente el significado de la palabra de Dios don Quijote se arroja a las calles de Nueva York dispuesto a «desfacer entuertos», aplicando sobre la posmodernidad esos confusos preceptos divinos. «La Palabra Sagrada para enmendar la Ciudad-mundo que le ha tocado habitar», escribe una algo distanciada Marina Perezagua. No abusa esta autora de las citas bíblicas, quizá porque don Quijote pronto percibe cómo la Biblia embrolla sus ansias de convertirse en hombre de acción. En efecto, en no pocas ocasiones, y para un mismo asunto, los preceptos aplicables plantean soluciones antagónicas de perdón y venganza. Pronto encuentra nuestro héroe una favorable solución en las catorce obras de misericordia (siete corporales y siete espirituales); por no presentar éstas tantas dificultades de comprensión y resumir –a la perfección– el espíritu bíblico, resultan de directa aplicación quijotesca al ofrecer cualquier arreglo para los conflictos que surjan. Señalamos dos obras: la primera, de tipo espiritual («Enseñar al que no sabe»), ocupa el capítulo XV. Don Quijote explica a un pasmado auditorio la parábola de Jonás y la ballena, adaptándola demagógicamente a la realidad que vive, ya que identifica al cetáceo con los Estados Unidos. Para la otra obra, de tipo corporal, elegimos la sexta («Socorrer a los presos»). En el capítulo XXI don Quijote visita la prisión de máxima seguridad de Rikers Island, famosa por maltratos y corruptelas. Allí conoce a esa mujer encarcelada por no haber soportado el saqueo de la casa de un amigo suyo, recién fallecido, por parte de sus desconsiderados hijos, a quienes acaba disparando. Don Quijote la reconforta hablándole de la vida eterna frente a la fugacidad de la existencia humana.
–Don Quijote justiciero, aclamado (vertiente social del personaje). Las hazañas de don Quijote pronto corren de boca en boca por Nueva York. Muchos grupos sociales sueñan con tener de abanderado al caballero de la triste figura. En la página 206 la autora sevillana enumera a minorías muy diversas a las que aproxima la querencia por la sabia locura de su héroe. No me resisto a copiar el disparatado censo que celebra con júbilo a este endilgador de merecidos mandobles: «Veganos, sapiosexuales, LGBT, ufólogos, marianos, queers, animalistas, papistas, ecologistas, feministas, eco-feministas, utopistas, politeístas, milenaristas, evolucionistas, zurdos, abolicionistas, animistas, panteístas, obreristas, pro-abortistas, compasivistas, arbolistas, indigenistas, ciclistas, montañistas, anti-racistas y un largo etcétera».
–En «A través del Quijote» (Reino de Cordelia, 2019), su autor, José María Merino, propone, según sus palabras, «un minucioso recorrido de “El Quijote” siguiendo fielmente la estructura del libro original e incluso atravesando el plagio de Avellaneda en lo que constituye una relectura escrita». Merino pretende dejar claro cómo la alucinación de don Quijote encuentra réplica en muchos personajes de la novela (así Sansón Carrasco queriendo imitarlo o los malvados duques montando toda aquella tramposa tramoya), una novela que, para el escritor de La Coruña, acaba convirtiéndose así «en una especie de majestuosa, divertida y ejemplar alucinación de alucinaciones». A «Don Quijote de Manhattan» en absoluto cuadra la expresión «minucioso recorrido» por el derrotero cervantino, pero sí va a entrar –y de lleno– en ese cuadro alucinatorio recalcado por Merino. Y es que recorriendo Nueva York con su escudero los episodios que don Quijote protagoniza acaban por resultar hechizantes. Es el libro de Marina, ciertamente, una lectura con efectos lisérgicos, y esto debería venir anunciado en una faja de portada… No me resisto a citar algunos flipantes lances del caballero de la melancolía, investido don Quijote «de Manhattan» por Sancho Panza en el mismísimo patio del Instituto Cervantes de Nueva York… (y dejo los pasajes de carácter apocalíptico para ocuparme de ellos después). En el capítulo XIX don Quijote y Sancho Panza observan nadar desde la grada de la piscina, con estilo olímpico, a un nadador. Mientras admiran la calidad de sus largos, irrumpen doce terroristas chinos armados con metralletas que cometen una masacre en la que nadie queda vivo y que tiñe de rojo el agua (caballero y escudero se han refugiado tras los asientos). En el capítulo XVI don Quijote encuentra enfrentadas, frente a un teatro de Broadway que exhibe en su fachada el cartel de una Virgen con una corona de espinas en su mano, a dos violentas multitudes. Un grupo se manifiesta a favor de la obra mientras que el otro la tilda de blasfema. Don Quijote duda en apoyar a unos o a otros: por una parte desea dar sostén a su religión, la católica, única verdadera, pero por la otra le gustaría ponerse a favor de la libertad de las musas y el vuelo de la imaginación. Para evitar un nuevo surtido de mamporros el avisado Sancho consigue alejar de allí a su señor.
–La lluvia roja da fin a la risa. «Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión.» Con esta cita (Hebreos 9:22) como aperitivo, se inicia, en el capítulo XXIII, la parte apocalíptica de «Don Quijote de Manhattan» (precedida por la pesadilla que el caballero padeció durante el capítulo VI, en la que se mezclaban el ataque a las Torres Gemelas con profecías del Apocalipsis). Diecisiete capítulos después, de un cielo rojo empieza a caer una lluvia bermellona, un diluvio mejor, que anega la ciudad. «Salieron al enorme charco, a la lluvia incesante, a los enormes edificios que se alzaban como un bosque de secuoyas, de colmenas vacías, yermas, abandonadas por los trabajadores y las reinas» (capítulo XXVII). En su ahora lúgubre deambular, don Quijote y Sancho, con aguas rojas hasta las rodillas, muertos de hambre y supervivientes de lo que parece haber sido un cataclismo mundial, apenas avanzan por ese espectral paisaje urbano en el que la destrucción de edificios es casi total y no se encuentran seres humanos ni animales. Sobre la hierba anegada del vacío estadio de los New York Mets, don Quijote remeda a Jesucristo, y, antes de desvanecerse, exclama desesperado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has desamparado?». Siempre sostenido por Sancho Panza el caballero puede seguir ruta. La búsqueda de Marcela –su nueva reina de la hermosura–, y no otra cosa, es lo que anima sus tenaces pasos. Y es que don Quijote, en su nueva locura, se ha enamorado de una torre a la que ha rebautizado como Marcela y que no es otra que la de la Libertad o Freedom Tower (alzada donde estuvo el Six World Trade Center tiene 94 plantas y 514 m de altura). Los capítulos alcanzan ya impensables cotas de espanto. Al diluvio constante (símbolo del odio de Satanás contra Israel en el Apocalipsis según San Juan) lo agrandan imágenes desquiciadas, muy potentes, como las que ofrece ese centro comercial deshabitado (capítulo XXV) donde unas pelucas colapsan sus escaleras mecánicas o donde, en una tienda de mascotas, un papagayo que no calla ejemplifica un surrealismo desprovisto de rasgos humorísticos. Desprendidos de sus ropas y solo calzados, cinco días de peregrinaje y sin encontrar comida llevan don Quijote y Sancho hasta que se les ocurre abrir sus bocas y beber la lluvia, que resulta inopinadamente nutritiva… En la Séptima Avenida tiene lugar un doble bautizo al sumergir tanto don Quijote como Sancho sus cabezas en el agua roja. Liberados del pecado original se sienten capaces de afrontar el final del mundo. Pero, casi sin transición, son sumergidos por las aguas y apenas consiguen agarrarse a un peral salvaje. La irrupción de otro diluvio, éste de agua transparente –las aguas, de cualquier color, son siempre símbolo, en el Apocalipsis según San Juan, de las naciones agitadas demoníacamente–, prologan la llegada a la Torre Marcela. Frente a ella, transido de enamorado gozo, el sueño del caballero se ha hecho realidad. Tiene ante sus ojos a Marcela y a ella se encomienda. Pero el nuevo diluvio, que nada sabe de homenajes, arrastrará a don Quijote y Sancho hasta conducirlos a las empedradas calles de una ciudad antigua. Allí un tipo montado en un asno, vestido de túnica y armado con un látigo, y ese moro que entrega a don Quijote unos rollos de pergamino se alían para convertir «Don Quijote de Manhattan» en un hito literario, otro más al que nos tiene acostumbrados Marina.
«Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?»
(De «Oda a Walt Withman», Federico García Lorca).
Me vais a disculpar pero la reseña mejor la hago otro día…
Notas para una reseña que se las trae (y que no sé yo si podré dar forma):
–Para su libérrima recreación de las andanzas de don Quijote y Sancho Panza, Marina Perezagua parece haber tenido más en cuenta la primera parte del Quijote cervantino, regocijadamente episódica y formada por aquel inacabable collage de sucesos e historias que salpimentaba las dos salidas del caballero (sin y con escudero). En ella acontecen los hechos más popularmente conocidos de la novela (así, por citar algunos, la aventura de los molinos, la ganancia del yelmo de Mambrino, o la batalla con los cueros de vino). A estos episodios itinerantes, siempre trepidantes, Cervantes incorpora narraciones que personajes de toda laya refieren sin tener que pedírselo dos veces. Estamos ante esos «tiempos muertos» que en toda época, pero más aún hoy, cualquier novela debe incorporar –y los cuales, por cierto, pocos autores saben manejar con solvencia–. El cuento de la pastora Marcela que narra un cabrero; la larga ficción, casi una novela dentro de la novela, que se cuenta en «El curioso impertinente»; o la regocijante historia de la infanta Micomicona serían buen ejemplo de estos magistrales desvíos cervantinos. Creo que Marina Perezagua ha preferido para sus fines esta dinámica estructura por encima del buscado reposo (sin duda delicioso y sublime) que ofrece la segunda parte de «Don Quijote de la Mancha», más discursiva y remansada.
–El trayecto de esta salida neoyorquina (sería la cuarta del caballero) que Marina Perezagua despliega en los treinta y tres capítulos de su «Don Quijote de Manhattan» acontece durante el invierno de 2016 entre Queens y el lugar donde estuvo el Six World Trade Center (es decir, tras quince años del espectacular atentado). Don Quijote, en su justiciero afán de arreglamundos, muestra su lado iracundo y más follonero en capítulos como el IV (en el oscuro comedor de invidentes que pretende iluminar al grito de Fiat lux), el X (con ese revuelo que provoca el gratuito reparto de donuts y la posterior lluvia de dólares procedente de las cajas abiertas del Starbucks) o en el capítulo XIV, donde tras su colérica reacción provocada por las armas de fuego don Quijote muestra su solidaridad con los reos de la cárcel de Utah. Sucesos así de desopilantes vertebran gran parte de la novela y dan sustancia al itinerario de esta inmortal pareja trasladada por arte de birlibirloque al Nueva York de comienzos del siglo XXI.
–Pero tal y como acontecía en el modelo cervantino, sobre todo durante su primera parte, también «Don Quijote de Manhattan» resulta pródigo en esas historias que personajes de variada condición regalan a nuestros estrafalarios protagonistas (aclaro que durante casi toda la narración don Quijote va disfrazado de C-3PO y Sancho Panza, durante buena parte de ella, de ewok). Destaquemos de entre estos sustanciosos paréntesis la mala estrella del joven con quien don Quijote comparte celda (un delincuente acusado de robar, primero comida y después un banco –capítulo VIII–), o, en un plano más metaliterario, la clase que don Quijote enjareta a Sancho y en donde explica cómo una novela debe incluir varios tiempos, algo que disgusta a su escudero, partidario de la más rigurosa linealidad narrativa (capítulo XIX).
La prisión estatal de Utah |
–La Biblia. En el capítulo I una predicadora negra regala un ejemplar de las Sagradas Escrituras a don Quijote. El libro de los libros guiará la nueva existencia del épico hidalgo con igual fiel sujeción a la que, en su día, lograron aquellas noveluchas de caballerías. En la habitación de un hostal de Manhattan don Quijote pasa siete días confinado, leyendo a todo meter. El esfuerzo para descifrar muchos versículos resulta extenuante y, como consecuencia, al denodado lector se le termina reblandeciendo el seso. Sin haber entendido cabalmente el significado de la palabra de Dios don Quijote se arroja a las calles de Nueva York dispuesto a «desfacer entuertos», aplicando sobre la posmodernidad esos confusos preceptos divinos. «La Palabra Sagrada para enmendar la Ciudad-mundo que le ha tocado habitar», escribe una algo distanciada Marina Perezagua. No abusa esta autora de las citas bíblicas, quizá porque don Quijote pronto percibe cómo la Biblia embrolla sus ansias de convertirse en hombre de acción. En efecto, en no pocas ocasiones, y para un mismo asunto, los preceptos aplicables plantean soluciones antagónicas de perdón y venganza. Pronto encuentra nuestro héroe una favorable solución en las catorce obras de misericordia (siete corporales y siete espirituales); por no presentar éstas tantas dificultades de comprensión y resumir –a la perfección– el espíritu bíblico, resultan de directa aplicación quijotesca al ofrecer cualquier arreglo para los conflictos que surjan. Señalamos dos obras: la primera, de tipo espiritual («Enseñar al que no sabe»), ocupa el capítulo XV. Don Quijote explica a un pasmado auditorio la parábola de Jonás y la ballena, adaptándola demagógicamente a la realidad que vive, ya que identifica al cetáceo con los Estados Unidos. Para la otra obra, de tipo corporal, elegimos la sexta («Socorrer a los presos»). En el capítulo XXI don Quijote visita la prisión de máxima seguridad de Rikers Island, famosa por maltratos y corruptelas. Allí conoce a esa mujer encarcelada por no haber soportado el saqueo de la casa de un amigo suyo, recién fallecido, por parte de sus desconsiderados hijos, a quienes acaba disparando. Don Quijote la reconforta hablándole de la vida eterna frente a la fugacidad de la existencia humana.
El libro que de nuevo trastorna a don Quijote |
–Don Quijote justiciero, aclamado (vertiente social del personaje). Las hazañas de don Quijote pronto corren de boca en boca por Nueva York. Muchos grupos sociales sueñan con tener de abanderado al caballero de la triste figura. En la página 206 la autora sevillana enumera a minorías muy diversas a las que aproxima la querencia por la sabia locura de su héroe. No me resisto a copiar el disparatado censo que celebra con júbilo a este endilgador de merecidos mandobles: «Veganos, sapiosexuales, LGBT, ufólogos, marianos, queers, animalistas, papistas, ecologistas, feministas, eco-feministas, utopistas, politeístas, milenaristas, evolucionistas, zurdos, abolicionistas, animistas, panteístas, obreristas, pro-abortistas, compasivistas, arbolistas, indigenistas, ciclistas, montañistas, anti-racistas y un largo etcétera».
–En «A través del Quijote» (Reino de Cordelia, 2019), su autor, José María Merino, propone, según sus palabras, «un minucioso recorrido de “El Quijote” siguiendo fielmente la estructura del libro original e incluso atravesando el plagio de Avellaneda en lo que constituye una relectura escrita». Merino pretende dejar claro cómo la alucinación de don Quijote encuentra réplica en muchos personajes de la novela (así Sansón Carrasco queriendo imitarlo o los malvados duques montando toda aquella tramposa tramoya), una novela que, para el escritor de La Coruña, acaba convirtiéndose así «en una especie de majestuosa, divertida y ejemplar alucinación de alucinaciones». A «Don Quijote de Manhattan» en absoluto cuadra la expresión «minucioso recorrido» por el derrotero cervantino, pero sí va a entrar –y de lleno– en ese cuadro alucinatorio recalcado por Merino. Y es que recorriendo Nueva York con su escudero los episodios que don Quijote protagoniza acaban por resultar hechizantes. Es el libro de Marina, ciertamente, una lectura con efectos lisérgicos, y esto debería venir anunciado en una faja de portada… No me resisto a citar algunos flipantes lances del caballero de la melancolía, investido don Quijote «de Manhattan» por Sancho Panza en el mismísimo patio del Instituto Cervantes de Nueva York… (y dejo los pasajes de carácter apocalíptico para ocuparme de ellos después). En el capítulo XIX don Quijote y Sancho Panza observan nadar desde la grada de la piscina, con estilo olímpico, a un nadador. Mientras admiran la calidad de sus largos, irrumpen doce terroristas chinos armados con metralletas que cometen una masacre en la que nadie queda vivo y que tiñe de rojo el agua (caballero y escudero se han refugiado tras los asientos). En el capítulo XVI don Quijote encuentra enfrentadas, frente a un teatro de Broadway que exhibe en su fachada el cartel de una Virgen con una corona de espinas en su mano, a dos violentas multitudes. Un grupo se manifiesta a favor de la obra mientras que el otro la tilda de blasfema. Don Quijote duda en apoyar a unos o a otros: por una parte desea dar sostén a su religión, la católica, única verdadera, pero por la otra le gustaría ponerse a favor de la libertad de las musas y el vuelo de la imaginación. Para evitar un nuevo surtido de mamporros el avisado Sancho consigue alejar de allí a su señor.
Imagen del Apocalipsis según San Juan |
–La lluvia roja da fin a la risa. «Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión.» Con esta cita (Hebreos 9:22) como aperitivo, se inicia, en el capítulo XXIII, la parte apocalíptica de «Don Quijote de Manhattan» (precedida por la pesadilla que el caballero padeció durante el capítulo VI, en la que se mezclaban el ataque a las Torres Gemelas con profecías del Apocalipsis). Diecisiete capítulos después, de un cielo rojo empieza a caer una lluvia bermellona, un diluvio mejor, que anega la ciudad. «Salieron al enorme charco, a la lluvia incesante, a los enormes edificios que se alzaban como un bosque de secuoyas, de colmenas vacías, yermas, abandonadas por los trabajadores y las reinas» (capítulo XXVII). En su ahora lúgubre deambular, don Quijote y Sancho, con aguas rojas hasta las rodillas, muertos de hambre y supervivientes de lo que parece haber sido un cataclismo mundial, apenas avanzan por ese espectral paisaje urbano en el que la destrucción de edificios es casi total y no se encuentran seres humanos ni animales. Sobre la hierba anegada del vacío estadio de los New York Mets, don Quijote remeda a Jesucristo, y, antes de desvanecerse, exclama desesperado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has desamparado?». Siempre sostenido por Sancho Panza el caballero puede seguir ruta. La búsqueda de Marcela –su nueva reina de la hermosura–, y no otra cosa, es lo que anima sus tenaces pasos. Y es que don Quijote, en su nueva locura, se ha enamorado de una torre a la que ha rebautizado como Marcela y que no es otra que la de la Libertad o Freedom Tower (alzada donde estuvo el Six World Trade Center tiene 94 plantas y 514 m de altura). Los capítulos alcanzan ya impensables cotas de espanto. Al diluvio constante (símbolo del odio de Satanás contra Israel en el Apocalipsis según San Juan) lo agrandan imágenes desquiciadas, muy potentes, como las que ofrece ese centro comercial deshabitado (capítulo XXV) donde unas pelucas colapsan sus escaleras mecánicas o donde, en una tienda de mascotas, un papagayo que no calla ejemplifica un surrealismo desprovisto de rasgos humorísticos. Desprendidos de sus ropas y solo calzados, cinco días de peregrinaje y sin encontrar comida llevan don Quijote y Sancho hasta que se les ocurre abrir sus bocas y beber la lluvia, que resulta inopinadamente nutritiva… En la Séptima Avenida tiene lugar un doble bautizo al sumergir tanto don Quijote como Sancho sus cabezas en el agua roja. Liberados del pecado original se sienten capaces de afrontar el final del mundo. Pero, casi sin transición, son sumergidos por las aguas y apenas consiguen agarrarse a un peral salvaje. La irrupción de otro diluvio, éste de agua transparente –las aguas, de cualquier color, son siempre símbolo, en el Apocalipsis según San Juan, de las naciones agitadas demoníacamente–, prologan la llegada a la Torre Marcela. Frente a ella, transido de enamorado gozo, el sueño del caballero se ha hecho realidad. Tiene ante sus ojos a Marcela y a ella se encomienda. Pero el nuevo diluvio, que nada sabe de homenajes, arrastrará a don Quijote y Sancho hasta conducirlos a las empedradas calles de una ciudad antigua. Allí un tipo montado en un asno, vestido de túnica y armado con un látigo, y ese moro que entrega a don Quijote unos rollos de pergamino se alían para convertir «Don Quijote de Manhattan» en un hito literario, otro más al que nos tiene acostumbrados Marina.
La Torre de la Libertad, «Torre Marcela» para don Quijote |
«Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?»
(De «Oda a Walt Withman», Federico García Lorca).
Me vais a disculpar pero la reseña mejor la hago otro día…
ENTREVISTA CON MARINA PEREZAGUA
por Manu López Marañón
por Manu López Marañón
Resulta arduo hablar de algo que tenga que ver con don Quijote dejando fuera al humor. En «Don Quijote de Manhattan» lo encuentro presente en esas memorables conversaciones entre caballero y escudero, unos diálogos los suyos cargados de reproches, ironías y hasta sarcasmos, muy a la manera del modelo cervantino (que, por cierto, tanto influyó en la creación de eso que hoy conocemos como humor «inglés»). Las correcciones a la disparatada gramática del escudero (me río durante la disertación quijotesca sobre lo que es y no es poesía) o las airadas réplicas y jocosas quejas de éste hacia su enrevesado señor son otra constante en su novela, a la que dialécticamente también puede considerarse como un combate entre –y transcribo sus palabras– «la fantasía ilimitada y la simpleza aguda». No obstante lo apuntado, me parece que en su libro el tono grave, desasosegado, vence por goleada al burlón.
Yo había estudiado la risa en su marco más teórico durante el doctorado, trabajé bastante sobre la obra de Mijaíl Bajtín acerca de la cultura popular en la Edad Media en el contexto de Rabelais. Mi objetivo en la novela era trabajar con una degradación de la risa. Ese era el armazón del texto, y la historia vino después. La primera parte se corresponde con una risa más desenfadada, aparentemente irreflexiva. La segunda parte (aunque la separación es paulatina) tiene que ver con una risa algo más juiciosa, una risa que anticipa la tragedia que desembocará en la última parte, que se corresponde con el apocalipsis. Me parecía interesante trabajar con distintos registros en una misma novela, y para mí, como escritora, era un reto nuevo y atractivo. Además hubo otra razón. Con «Yoro» gané el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. A partir de entonces los géneros por los que era conocida se afianzaron y la idea de mi escritura como una escritura del dolor y del cuerpo llegó a muchos más lectores como una especie de poética ya creada, en la que yo no había tenido nada que ver, pues nunca manifesté un discurso y, si algo me interesaba, era precisamente cambiar de tono y de género, una escritura desde la comedia, para después volver a cambiar, siendo el teatro uno de mis proyectos pendientes. La cuestión es que, puesto que toda persona está en continua evolución, se entiende que también la escritura debe de acompasarse en esa mutación permanente. Cierto que hasta entonces sólo había escrito obras que nada tenían que ver con el tratamiento de la risa, pero me sorprendía que con sólo tres libros ya me pudiera ver adscrita a un tratamiento trágico de la realidad. Esta novela fue para mí un diálogo entre diferentes registros.
¿No piensa que haya podido quedarle una novela demasiado seria, incluso desquiciada, en bastantes de sus pasajes?
No me importaría que así fuera. Por desgracia, con la presente pandemia estamos viendo qué frágiles nos hemos hecho, a fuerza de intereses exclusivamente económicos. Si Nueva York sufriera ahora mismo un ataque terrorista (o un temporal, sin ir más lejos), mi novela sería un chiste en comparación. Estados Unidos es un país que amo, lo considero como mi tierra porque vivo allí desde hace más de quince años, pero siempre he dicho que es un país tercermundista, y el contraste entre esa imagen de país híper desarrollado y su verdadera realidad sólo puede terminar en tragedia. Es el país desarrollado con más muertes por parto, por ejemplo, la inmensa mayoría evitables, y por supuesto negras. Lo que distingue a Estados Unidos de cualquier país del tercer mundo es que Estados Unidos invierte grandes recursos en el arte del camuflaje. Las minorías en Estados Unidos viven en un apocalipsis de violencia y discriminación desde que nacen.
¿Tuvo claro desde el principio armar unas andanzas quijotescas que se volvieran apocalípticas, o, por el contrario, el pesimismo se adueñaba de usted a medida que las inventaba?
La realidad es que me reí muchísimo durante la escritura de esta novela. Recuerdo aquella época como una de las más felices de mi vida laboral. Más bien tenía claro desde el principio que quería una disolución paulatina de la risa, porque me interesaba complejizar el sentimiento, pero no sentí pesimismo, de hecho había pensado en una segunda parte que tuviera un sentido inverso: desde el desconsuelo a la carcajada. Desde Sancho a su amo. Ignacio Padilla, miembro de la generación del Crack que conocía bien las consecuencias de agitar los panteones sagrados, expresa elocuentemente en Los demonios de Cervantes esa característica del «humor serio» de don Quijote frente al mundo y frente a Sancho, una cualidad que paradójicamente le empareja con la seriedad con que le leen muchos de sus estudiosos contemporáneos:
Totalmente de acuerdo, de hecho, el haber dejado claro que no me interesaba explicar por qué entendían el idioma tiene que ver con mi reconocimiento y defensa de la suspensión de la incredulidad. No quiero decir que la verosimilitud no sea importante, lo es y mucho, pero sí pienso que a veces hay que sacrificarla en tanto valga la pena el resultado. Como escritora podría haber dedicado algún tiempo para inventar cualquier recurso que justificara por qué saben inglés, de hecho ahora, mientras escribo, se me ocurren varios, es fácil. Pero esto habría ralentizado la acción, y no me parecía importante, más bien contraproducente, sobre todo teniendo en cuenta que ya el simple hecho de que Don Quijote y Sancho salten siglos y lugares para aparecer en mi novela es del todo inverosímil.
¿No cree que para ese tipo de lector poco penetrante «Don Quijote de Manhattan», partiendo de premisas tan escasamente verosímiles como las citadas, pueda resultar demasiado «fantasiosa»?
Claro, no existe un lector universal. Por eso no pienso en los lectores cuando escribo. El libro anterior, «Yoro», logró traducciones a unos diez idiomas. Yo sabía de antemano que por la lengua que estaba utilizando y su registro, esto sería muy difícil en «Don Quijote», pero cuando escribo no pienso en ningún factor extra literario. Podría haber utilizado un lenguaje contemporáneo (fue la decisión de Carmen Martín Gaite en «Caperucita en Manhattan», por citar un caso), pero entre mis intereses también estaba el reto del «remedo», de ese jugar con el lenguaje del Siglo de Oro, de una época que es ya tan lejana a nosotros. En otro orden de cosas, hay que tener en cuenta que la ficción es la trama interna de la realidad. Los cuentos que me contaban mis bisabuelas eran sus propios dramas: los maridos eran soldados alcoholizados para mitigar el peso de la conciencia, los hijos fueron los que aún hoy yacen sin nombre en las fosas comunes de España. Pero los cuentos populares de mi infancia no se contentaban con esas tragedias, y así, la popularidad de Pulgarcito no se debía sólo a la realidad de las familias que ante la fuerza del hambre preferían abandonar a sus hijos que verlos morir, sino a un diálogo entre esa miseria, constatada en el pasado y en el presente, y la construcción de unos personajes fabulados que la trascienden. La realidad necesita de la ficción para ser transmitida. También mi bisabuela me contó que al salir de trabajar en la fábrica se iba a varear olivos para deshacerse del embarazo de un niño que sabía no podría alimentar, embarazo que logró detener a los seis meses a costa del sobresfuerzo físico. Pero ésa era su realidad, y eso no era cuento, sino su instante, sin alternativas ni puntos de fuga. La literatura no es una transcripción de la vida, sino la ubicación de nuestra psique en esa vida; como decía Rilke, no sucede de fuera hacia dentro, sino de dentro hacia afuera, y por este motivo el suceso más trágico o más singular no es suficiente para lograr una historia, que requiere de la simbiosis entre las voces del pasado que nos conforma y la búsqueda de nuestra voz en ese coro universal de realidades y quimeras.
¿Escribió su segunda novela pensando más en ese otro lector, sin venda sobre los ojos y que en su día disfrutó con el Quijote de Cervantes, una obra en la cual la imaginación interviene tanto como en la suya?
En realidad simplemente disfrutaba con la escritura. Lo demás se da por añadidura, o no se da. Para mí la escritura es un modo de diversión y también de conocimiento. Ninguno de los dos sería posible si no indagara sin pensar en las consecuencias. Y esto, la honestidad literaria, es un valor en sí.
Tres años median entre «Don Quijote de Manhattan» y «Seis formas de morir en Texas». Novelas antagónicas en temática y estilo que si no vinieran encabezadas por su nombre nadie diría que fueron paridas por la misma autora. Al haber leído primero «Seis formas…» husmeaba yo indicios de esa obra en su don Quijote… Y he terminado por dar con ellos en episodios en los que la cárcel logra evidente protagonismo. Así, don Quijote comparte celda con un «buen ladrón» que le cuenta sus desventuras; también leemos cómo un condenado a muerte elige acabar sus días ante un pelotón de fusilamiento por parecerle esa una manera de ejecución menos innoble que la inyección (esas son dos de las formas de morir en Texas…). Pero aún más significativo todavía es cuando el caballero va a la prisión de máxima seguridad de Rikers Island. Allí se adelanta algo que desarrollará con detalle en «Seis formas…»: las corruptelas y los malos tratos a los presidiarios (aumentados hasta límites inconcebibles en el tejano penal de Mountain View).
¿De dónde vendrá esta preocupación suya por los severísimos regímenes carcelarios en Estados Unidos?
Yo creo que las cárceles y prisiones en Estados Unidos para mí vienen a ser el símbolo de un país que aún tiene muchos conflictos que resolver, por ejemplo el racismo, o el «ojo por ojo, diente por diente». Una vez un profesor penitenciario me dijo que Estados Unidos tiene un romance con la venganza, y así es. Los regímenes carcelarios están pensados para que no salgas nunca, y la reinserción es un pensamiento no sólo ridículo sino contradictorio para el sistema. El proceso de muerte, en el corredor o en el mundo, se invisibiliza. En «Hell is a very small place» –una compilación de textos de académicos acerca del confinamiento solitario en Estados Unidos– se nos transmite una pregunta de Lisa Guenther: «Qué significa compartir el mundo con millones de personas metidas en jaulas?», y en la introducción de dicho libro se añade: «Como afecta a nuestra humanidad el deshumanizar a otros hasta el punto de hacerles vivir en condiciones impropias para un animal?». Pues bien, «compartir el mundo con millones de personas en jaulas» parece que no significa nada para gran parte de nuestra literatura. Hay un desfase entre la realidad y lo que se escribe, una suerte de ficcionalización que hace que no todo pueda escribirse, y es justo eso lo que me interesa, el ámbito de lo inenarrable. Ya Baudrillard constató cómo la realidad pasa por un proceso de seducción para venderse a sí misma, pero ¿se vende hoy en día cualquier realidad? ¿Están dispuestos los consumidores a comprar una realidad que les incomode lo más mínimo, o más bien tienden a comprar una realidad que se parezca a la propia y no les confronte con ningún tipo de responsabilidad? Aprecio más bien una tendencia hacia la comodidad, en un mundo que paradójicamente es cada vez más incómodo. Además de esto, sospecho que en «Seis formas de morir en Texas» hay una razón más narrativa: Toda la novela viene a ser una desmitificación de la realidad como artículo de cambio. El hecho de que la narradora ingresara en prisión con dieciséis años le ha permitido haber vivido ajena a esa relación compra-venta de la realidad, lo cual le ha dado la concesión de tener un concepto claro y, por tanto, crudo, de su entorno.
Mientras escribía «Don Quijote de Manhattan», ¿tenía ya en mente su siguiente novela o es solo «casualidad» que en ambas afronte el tema penitenciario?
Es muy curioso, pero cuando me pongo a escribir un libro nunca me vienen otras ideas, es como si me quedara seca de todo lo que no tiene que ver con esa historia. Sólo cuando lo termino me empiezan a llegar otros estímulos.
Me toca reseñar «Don Quijote de Manhattan» en los momentos más aciagos del coronavirus en España, con centenares de compatriotas muriendo cada día y sin saber cuándo vamos a alcanzar ese pico que en seguida haría descender la hinchadísima curva de letalidad. Escribe esta novela en 2016 y en ella hay rastros del atentado contra las Torres Gemelas de 2001. Pero cuando introduce la espiral apocalíptica cuesta no establecer un siniestro paralelismo entre esa Nueva York, anegada de agua roja y sin restos de vida humana o animal, y este otro que vemos por televisión, igualmente vacío, con la población confinada en sus casas (como en Madrid, París, Roma o Londres).
Exacto, por ello le decía al principio que la novela (sin saberlo yo) ha resultado no ser muy descabellada en cuanto a sus tonos apocalípticos. Si ahora mismo Nueva York sufriera un atentado las consecuencias batirían records históricos.
¿Podía imaginar algo así mientras sacaba adelante esos delirantes capítulos?
Sí, Estados Unidos vive al borde del precipicio. Tiene un sistema sanitario y un sistema educativo absolutamente deficientes. Un soplido puede derribarlos si les sobreviene un problema (en este caso ha sido un virus) que no puede ser atajado exclusivamente con armas económicas. Como Ignacio Padilla apuntó en más de una conferencia, en «Misa negra», ensayo importante para entender la acritud que nos va legando el 11/S, el filósofo John Gray identifica en nuestros días el mismo ánimo que Norman Cohn habría visto en la humanidad de la Baja Edad Media: todo utopismo es un milenarismo. Es decir, que el pensamiento utópico de Occidente ha tenido siempre su violento combustible en el pensamiento apocalíptico judeocristiano. Y en este utopismo milenarista se centra «Don Quijote de Manhattan (Testamento Yankee)»: una utopía pensada desde el apocalipsis, una peregrinación hacia su amada Marcela, que no es otra que la Freedom Tower que, también, caerá. Y en lugar del «Amadís de Gaula», el libro guía en estas aventuras es, precisamente, la Biblia. De hecho, el título original de mi libro era La Biblia, pero por mucho que traté de defenderlo, nada es más intocable en España que el libro de los libros... ni siquiera «Don Quijote de la Mancha». No obstante, y si bien no se distinga en el título, la importancia de la Biblia y el Apocalipsis en la novela es crucial, desde que muy al principio don Quijote y Sancho se toparan con un ejemplar en esa grieta anacrónica que, siguiendo el pensamiento de Giorgio Agamben, es precisamente el lugar de lo contemporáneo.
¿Se siente una especie de Casandra ante la llegada, cuatro años después de publicar «Don Quijote de Manhattan», de esta impensable pandemia?
Qué risa. Pues no lo había pensado. No vaticiné nada más allá de la ficción, tal vez esa es la Casandra de nuestra época: la que informa y no es creída. En este sentido existen hoy muchas casandras. No me creo visionaria de nada, sólo observadora.
¿Cómo está viviendo en Nueva York, desde su apartamento, estas semanas tan especiales?
En realidad había venido para doce días a España, pero mi madre se enfermó y decidí quedarme aquí, donde estaré hasta que considere que el riesgo en Nueva York es menor. Mi edificio allí está totalmente contaminado, gente que conozco está muriendo, y a veces sufro de mucha ansiedad al pensar que tal vez, cuando llegue, haya perdido a algunas personas que quiero. Por lo demás, como estoy acostumbrada a trabajar en casa, estoy bien. Sin embargo empieza a faltarme cada vez más el contacto con la naturaleza, que para mí era vital en el día a día. Justo antes de la pandemia había comenzado a interesarme por la pesca submarina y sueño con el momento de volver a ponerme el neopreno. No salgo a las ocho de la tarde a aplaudir a nadie, no me interesan los actos de cara a la galería, y en general trato de evitar cualquier gesto que nos distraiga de lo que está por venir: una sociedad miserable en la cual también los sanitarios pagarán las consecuencias de los recortes (sin aplausos). No quisiera resultar pesimista, pero creo que sólo tenemos dos opciones: un cambio social y económico (lo cual sería asimismo durísimo por su necesaria naturaleza radical) o una sociedad aún peor en un planeta irrecuperable. Aprecio con alegría la belleza de los animales recuperando su confianza y espacios, pero sobre todo pienso en el efecto rebote que traerá lo que llaman «recuperación».
¿Ha tenido algún problema con las autoridades por el hecho de ser española y viajar frecuentemente a tu país?
No, nunca.
Una novela tan radicalmente imaginativa como es «Don Quijote de Manhattan» encuentra su realista contrapunto en «Seis formas de morir en Texas»… ¿Se plantearías un asunto que combinara imaginación y realidad para una obra suya?
En realidad casi todos mis libros son una combinación de realidad y ficción. «Seis formas de morir en Texas» es una historia ficticia, con el contrapunto de la información sobre el trasplante de órganos en China, que sí lo he investigado al detalle y es absolutamente verídico. Lo que no me interesa escribir (aunque sí leer) es autoficción. Así como Roland Barthes instituyó la muerte del autor con vistas a la posibilidad de un despliegue polifónico del texto cuya voz depende del coro de los lectores, creo que gran parte de la narrativa de hoy en día se basa en la muerte de su propia obra. Así como para Barthes el nacimiento del lector sólo es posible desde la muerte del autor, hoy existen indicios de que la propia obra está enferma de muerte, y lo está desde el principio, desde su concepción por parte de un autor que así lo ha establecido por absoluta negligencia en los cuidados de su obra o, más bien, por absoluta necesidad de imperar como persona por encima de su propia creación. Pero, para esto, el autor también depende del lector, ya sea del lector común ya sea del editorial, y el papel del lector ya no radica en su lectura o apropiación singular y personal de la obra, sino en hacer posible y, sobre todo, visible, al autor como escritor. Así, el concepto mismo de escritura se tambalea, o el concepto de escritura que entendemos hoy y al que ya refería Barthes. Para mí, el máximo paradigma de esta usurpación del libro por parte de su autor a la que me refiero, se asienta en lo que se ha dado en llamar autoficción. El novelista bengalí Amitav Ghosh en su libro «The Great Derangement» trata precisamente de la necesidad que tiene el mundo de hoy de relatos que ayuden a recomponerlo y, en este caso en el contexto del cambio climático, apela a la literatura y a la política como ámbitos de acción necesarios que sin embargo parecen haber sido relegados a lo estrictamente personal. Para Ghosh la ficción es, de entre todas las formas culturales, la que mejor puede imaginar otros mundos posibles. Compartiendo esta idea como convicción me pregunto entonces: ¿por qué este desfase entre nuestro mundo pre-apocalíptico y sus ficciones? ¿por qué justo hoy esa mirada a la intimidad de la alcoba? Ghosh propone una respuesta desesperanzadora: «No nos equivoquemos, la crisis climática se corresponde con una crisis de la cultura, y por lo tanto de la imaginación». ¿Debemos entonces atribuir la narrativa de lo personal a una crisis de la imaginación? En mi opinión, sí, en gran parte sí.
¿Puede contarme algo sobre lo que prepara actualmente?
Estoy escribiendo una suerte de prosa poética, sin proyecto definido, sólo por el disfrute de hacer algo nuevo. También tengo en mente una novela sobre la biografía de un hombre que me interesa mucho por su inaudita forma de vivir, pero para ello tendría que pasar una temporada en un pueblecito en Japón y necesitaría una beca o un puesto en una universidad cercana, lo cual aún no he podido comenzar a buscar.
Yo había estudiado la risa en su marco más teórico durante el doctorado, trabajé bastante sobre la obra de Mijaíl Bajtín acerca de la cultura popular en la Edad Media en el contexto de Rabelais. Mi objetivo en la novela era trabajar con una degradación de la risa. Ese era el armazón del texto, y la historia vino después. La primera parte se corresponde con una risa más desenfadada, aparentemente irreflexiva. La segunda parte (aunque la separación es paulatina) tiene que ver con una risa algo más juiciosa, una risa que anticipa la tragedia que desembocará en la última parte, que se corresponde con el apocalipsis. Me parecía interesante trabajar con distintos registros en una misma novela, y para mí, como escritora, era un reto nuevo y atractivo. Además hubo otra razón. Con «Yoro» gané el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. A partir de entonces los géneros por los que era conocida se afianzaron y la idea de mi escritura como una escritura del dolor y del cuerpo llegó a muchos más lectores como una especie de poética ya creada, en la que yo no había tenido nada que ver, pues nunca manifesté un discurso y, si algo me interesaba, era precisamente cambiar de tono y de género, una escritura desde la comedia, para después volver a cambiar, siendo el teatro uno de mis proyectos pendientes. La cuestión es que, puesto que toda persona está en continua evolución, se entiende que también la escritura debe de acompasarse en esa mutación permanente. Cierto que hasta entonces sólo había escrito obras que nada tenían que ver con el tratamiento de la risa, pero me sorprendía que con sólo tres libros ya me pudiera ver adscrita a un tratamiento trágico de la realidad. Esta novela fue para mí un diálogo entre diferentes registros.
¿No piensa que haya podido quedarle una novela demasiado seria, incluso desquiciada, en bastantes de sus pasajes?
No me importaría que así fuera. Por desgracia, con la presente pandemia estamos viendo qué frágiles nos hemos hecho, a fuerza de intereses exclusivamente económicos. Si Nueva York sufriera ahora mismo un ataque terrorista (o un temporal, sin ir más lejos), mi novela sería un chiste en comparación. Estados Unidos es un país que amo, lo considero como mi tierra porque vivo allí desde hace más de quince años, pero siempre he dicho que es un país tercermundista, y el contraste entre esa imagen de país híper desarrollado y su verdadera realidad sólo puede terminar en tragedia. Es el país desarrollado con más muertes por parto, por ejemplo, la inmensa mayoría evitables, y por supuesto negras. Lo que distingue a Estados Unidos de cualquier país del tercer mundo es que Estados Unidos invierte grandes recursos en el arte del camuflaje. Las minorías en Estados Unidos viven en un apocalipsis de violencia y discriminación desde que nacen.
¿Tuvo claro desde el principio armar unas andanzas quijotescas que se volvieran apocalípticas, o, por el contrario, el pesimismo se adueñaba de usted a medida que las inventaba?
La realidad es que me reí muchísimo durante la escritura de esta novela. Recuerdo aquella época como una de las más felices de mi vida laboral. Más bien tenía claro desde el principio que quería una disolución paulatina de la risa, porque me interesaba complejizar el sentimiento, pero no sentí pesimismo, de hecho había pensado en una segunda parte que tuviera un sentido inverso: desde el desconsuelo a la carcajada. Desde Sancho a su amo. Ignacio Padilla, miembro de la generación del Crack que conocía bien las consecuencias de agitar los panteones sagrados, expresa elocuentemente en Los demonios de Cervantes esa característica del «humor serio» de don Quijote frente al mundo y frente a Sancho, una cualidad que paradójicamente le empareja con la seriedad con que le leen muchos de sus estudiosos contemporáneos:
«Don Quijote ríe poco y brevemente. Rara vez reconoce el caballero las impurezas lingüísticas, los refranes lluviosos y prevaricantes de su escudero. En vano intenta Sancho compartirle su sentido del humor y de la ambigüedad, en vano busca convencerle de la honda sabiduría que encierra la deformación de la palabra escrita o hablada, su vitalidad, su ambigüedad. Solemne, unívoco, acartonado, don Quijote no entiende de bromas, como no sean las suyas, que van en serio y son al cabo hostiles. La visión quijotesca del mundo no da cabida a los dobleces ni para los matices, menos aún para la equivocidad del lenguaje. No entran en esta retórica los baciyelmos, los juegos de palabras, los guiños, el imprescindible ir y venir de lo bifronte con que nombramos a una realidad bifronte. . . al matarlo Cervantes reintegró a la realidad la palabra y el humor. Quienes hoy se suman a las nuevas quijotadas de la solemnidad, la corrección política y la eliminación de todo aquello que signifique más de una cosa, espolean de nuevo a un pajizo Rocinante y, con él, a un escuadrón de jinetes que no pueden ni podrán mirar jamás el baciyelmo de la existencia».Sea como fuere, pesó mucho más el disfrute que sabía que me daría la escritura del libro, que esos tintes amargos respecto a su futuro, que se desvanecían tan pronto como me metía en el texto. Sin embargo, no podía ignorar su existencia, y ahí estaban, pétreos como un bastión que debía asumir para poder escribir más o menos en libertad no ya de los otros, sino de mí misma. Por otra parte, la idea del anverso y el reverso de Manhattan no cumple sólo una función estructural o física, sino literaria y esperanzadora. La peregrinación de don Quijote y Sancho hacia la contemporánea Dulcinea de don Quijote –personificada por la Torre de la Libertad– en medio de una ciudad sin más vida que esa lluvia roja que no cesa, ha de tener una recompensa en el reverso de la isla. Por eso ambas caras cumplen con una función de claroscuro: desolación máxima, pero también un nuevo renacer, en otra época, que viene a ser la misma. Beatriz Pastor lo explica así:
«Pero si es cierto que toda visión utópica parece naufragar en el paisaje apocalíptico de las últimas aventuras de don Quijote y Sancho, no es menos cierto que el desplazamiento del sueño del ataque del 11 de Septiembre por la presencia central de la Torre de la Libertad, nueva musa de don Quijote y faro para estos dos desesperados navegantes abre una grieta para otro tiempo y otra esperanza. Y que esta no se expresa como repliegue ni resignación, sino como lucha renovada. Y es Sancho quien lo confirma con una frase movido por la compasión ante el desánimo de don Quijote: “Y Sancho que tragaba ya demasiada agua pero cuya piedad era siempre superior a cualquier instinto, incluso el de supervivencia, le respondió… —No se preocupe vuestra merced. Derribados estamos, más no destruidos”».Ante la perplejidad que pueden suscitar las primeras palabras en inglés dirigidas a los protagonistas, advierte de que «así como don Quijote y Sancho comprendían una lengua que no habían aprendido, no ha de esperarse que todo el mundo la entienda, con lo cual desde ahora en este relato quedará traducido directa y fielmente al cristiano ese idioma que se habla en Nueva York». Antes, y respecto a qué se les ha podido perder a don Quijote y Sancho Panza en semejante megalópolis, durante el año 2016, se ha limitado a presentar a ambos despertando «amnésicos y desraizados sobre una acera de Manhattan». Hay lectores, hoy cada vez más –por desgracia–, genéticamente incapacitados para disfrutar con una obra de ficción, lectores obsesionados en escudriñar a toda costa la verosimilitud de cualquier texto, menospreciándolo, o incluso desechándolo, ante la primera inverosimilitud (esto mismo se da en el cine, donde, para intentar captar a este receloso espectador hay que avisar que la película está basada «en hechos reales»).
Totalmente de acuerdo, de hecho, el haber dejado claro que no me interesaba explicar por qué entendían el idioma tiene que ver con mi reconocimiento y defensa de la suspensión de la incredulidad. No quiero decir que la verosimilitud no sea importante, lo es y mucho, pero sí pienso que a veces hay que sacrificarla en tanto valga la pena el resultado. Como escritora podría haber dedicado algún tiempo para inventar cualquier recurso que justificara por qué saben inglés, de hecho ahora, mientras escribo, se me ocurren varios, es fácil. Pero esto habría ralentizado la acción, y no me parecía importante, más bien contraproducente, sobre todo teniendo en cuenta que ya el simple hecho de que Don Quijote y Sancho salten siglos y lugares para aparecer en mi novela es del todo inverosímil.
¿No cree que para ese tipo de lector poco penetrante «Don Quijote de Manhattan», partiendo de premisas tan escasamente verosímiles como las citadas, pueda resultar demasiado «fantasiosa»?
Claro, no existe un lector universal. Por eso no pienso en los lectores cuando escribo. El libro anterior, «Yoro», logró traducciones a unos diez idiomas. Yo sabía de antemano que por la lengua que estaba utilizando y su registro, esto sería muy difícil en «Don Quijote», pero cuando escribo no pienso en ningún factor extra literario. Podría haber utilizado un lenguaje contemporáneo (fue la decisión de Carmen Martín Gaite en «Caperucita en Manhattan», por citar un caso), pero entre mis intereses también estaba el reto del «remedo», de ese jugar con el lenguaje del Siglo de Oro, de una época que es ya tan lejana a nosotros. En otro orden de cosas, hay que tener en cuenta que la ficción es la trama interna de la realidad. Los cuentos que me contaban mis bisabuelas eran sus propios dramas: los maridos eran soldados alcoholizados para mitigar el peso de la conciencia, los hijos fueron los que aún hoy yacen sin nombre en las fosas comunes de España. Pero los cuentos populares de mi infancia no se contentaban con esas tragedias, y así, la popularidad de Pulgarcito no se debía sólo a la realidad de las familias que ante la fuerza del hambre preferían abandonar a sus hijos que verlos morir, sino a un diálogo entre esa miseria, constatada en el pasado y en el presente, y la construcción de unos personajes fabulados que la trascienden. La realidad necesita de la ficción para ser transmitida. También mi bisabuela me contó que al salir de trabajar en la fábrica se iba a varear olivos para deshacerse del embarazo de un niño que sabía no podría alimentar, embarazo que logró detener a los seis meses a costa del sobresfuerzo físico. Pero ésa era su realidad, y eso no era cuento, sino su instante, sin alternativas ni puntos de fuga. La literatura no es una transcripción de la vida, sino la ubicación de nuestra psique en esa vida; como decía Rilke, no sucede de fuera hacia dentro, sino de dentro hacia afuera, y por este motivo el suceso más trágico o más singular no es suficiente para lograr una historia, que requiere de la simbiosis entre las voces del pasado que nos conforma y la búsqueda de nuestra voz en ese coro universal de realidades y quimeras.
¿Escribió su segunda novela pensando más en ese otro lector, sin venda sobre los ojos y que en su día disfrutó con el Quijote de Cervantes, una obra en la cual la imaginación interviene tanto como en la suya?
En realidad simplemente disfrutaba con la escritura. Lo demás se da por añadidura, o no se da. Para mí la escritura es un modo de diversión y también de conocimiento. Ninguno de los dos sería posible si no indagara sin pensar en las consecuencias. Y esto, la honestidad literaria, es un valor en sí.
Tres años median entre «Don Quijote de Manhattan» y «Seis formas de morir en Texas». Novelas antagónicas en temática y estilo que si no vinieran encabezadas por su nombre nadie diría que fueron paridas por la misma autora. Al haber leído primero «Seis formas…» husmeaba yo indicios de esa obra en su don Quijote… Y he terminado por dar con ellos en episodios en los que la cárcel logra evidente protagonismo. Así, don Quijote comparte celda con un «buen ladrón» que le cuenta sus desventuras; también leemos cómo un condenado a muerte elige acabar sus días ante un pelotón de fusilamiento por parecerle esa una manera de ejecución menos innoble que la inyección (esas son dos de las formas de morir en Texas…). Pero aún más significativo todavía es cuando el caballero va a la prisión de máxima seguridad de Rikers Island. Allí se adelanta algo que desarrollará con detalle en «Seis formas…»: las corruptelas y los malos tratos a los presidiarios (aumentados hasta límites inconcebibles en el tejano penal de Mountain View).
¿De dónde vendrá esta preocupación suya por los severísimos regímenes carcelarios en Estados Unidos?
Yo creo que las cárceles y prisiones en Estados Unidos para mí vienen a ser el símbolo de un país que aún tiene muchos conflictos que resolver, por ejemplo el racismo, o el «ojo por ojo, diente por diente». Una vez un profesor penitenciario me dijo que Estados Unidos tiene un romance con la venganza, y así es. Los regímenes carcelarios están pensados para que no salgas nunca, y la reinserción es un pensamiento no sólo ridículo sino contradictorio para el sistema. El proceso de muerte, en el corredor o en el mundo, se invisibiliza. En «Hell is a very small place» –una compilación de textos de académicos acerca del confinamiento solitario en Estados Unidos– se nos transmite una pregunta de Lisa Guenther: «Qué significa compartir el mundo con millones de personas metidas en jaulas?», y en la introducción de dicho libro se añade: «Como afecta a nuestra humanidad el deshumanizar a otros hasta el punto de hacerles vivir en condiciones impropias para un animal?». Pues bien, «compartir el mundo con millones de personas en jaulas» parece que no significa nada para gran parte de nuestra literatura. Hay un desfase entre la realidad y lo que se escribe, una suerte de ficcionalización que hace que no todo pueda escribirse, y es justo eso lo que me interesa, el ámbito de lo inenarrable. Ya Baudrillard constató cómo la realidad pasa por un proceso de seducción para venderse a sí misma, pero ¿se vende hoy en día cualquier realidad? ¿Están dispuestos los consumidores a comprar una realidad que les incomode lo más mínimo, o más bien tienden a comprar una realidad que se parezca a la propia y no les confronte con ningún tipo de responsabilidad? Aprecio más bien una tendencia hacia la comodidad, en un mundo que paradójicamente es cada vez más incómodo. Además de esto, sospecho que en «Seis formas de morir en Texas» hay una razón más narrativa: Toda la novela viene a ser una desmitificación de la realidad como artículo de cambio. El hecho de que la narradora ingresara en prisión con dieciséis años le ha permitido haber vivido ajena a esa relación compra-venta de la realidad, lo cual le ha dado la concesión de tener un concepto claro y, por tanto, crudo, de su entorno.
Mientras escribía «Don Quijote de Manhattan», ¿tenía ya en mente su siguiente novela o es solo «casualidad» que en ambas afronte el tema penitenciario?
Es muy curioso, pero cuando me pongo a escribir un libro nunca me vienen otras ideas, es como si me quedara seca de todo lo que no tiene que ver con esa historia. Sólo cuando lo termino me empiezan a llegar otros estímulos.
Me toca reseñar «Don Quijote de Manhattan» en los momentos más aciagos del coronavirus en España, con centenares de compatriotas muriendo cada día y sin saber cuándo vamos a alcanzar ese pico que en seguida haría descender la hinchadísima curva de letalidad. Escribe esta novela en 2016 y en ella hay rastros del atentado contra las Torres Gemelas de 2001. Pero cuando introduce la espiral apocalíptica cuesta no establecer un siniestro paralelismo entre esa Nueva York, anegada de agua roja y sin restos de vida humana o animal, y este otro que vemos por televisión, igualmente vacío, con la población confinada en sus casas (como en Madrid, París, Roma o Londres).
Exacto, por ello le decía al principio que la novela (sin saberlo yo) ha resultado no ser muy descabellada en cuanto a sus tonos apocalípticos. Si ahora mismo Nueva York sufriera un atentado las consecuencias batirían records históricos.
¿Podía imaginar algo así mientras sacaba adelante esos delirantes capítulos?
Sí, Estados Unidos vive al borde del precipicio. Tiene un sistema sanitario y un sistema educativo absolutamente deficientes. Un soplido puede derribarlos si les sobreviene un problema (en este caso ha sido un virus) que no puede ser atajado exclusivamente con armas económicas. Como Ignacio Padilla apuntó en más de una conferencia, en «Misa negra», ensayo importante para entender la acritud que nos va legando el 11/S, el filósofo John Gray identifica en nuestros días el mismo ánimo que Norman Cohn habría visto en la humanidad de la Baja Edad Media: todo utopismo es un milenarismo. Es decir, que el pensamiento utópico de Occidente ha tenido siempre su violento combustible en el pensamiento apocalíptico judeocristiano. Y en este utopismo milenarista se centra «Don Quijote de Manhattan (Testamento Yankee)»: una utopía pensada desde el apocalipsis, una peregrinación hacia su amada Marcela, que no es otra que la Freedom Tower que, también, caerá. Y en lugar del «Amadís de Gaula», el libro guía en estas aventuras es, precisamente, la Biblia. De hecho, el título original de mi libro era La Biblia, pero por mucho que traté de defenderlo, nada es más intocable en España que el libro de los libros... ni siquiera «Don Quijote de la Mancha». No obstante, y si bien no se distinga en el título, la importancia de la Biblia y el Apocalipsis en la novela es crucial, desde que muy al principio don Quijote y Sancho se toparan con un ejemplar en esa grieta anacrónica que, siguiendo el pensamiento de Giorgio Agamben, es precisamente el lugar de lo contemporáneo.
¿Se siente una especie de Casandra ante la llegada, cuatro años después de publicar «Don Quijote de Manhattan», de esta impensable pandemia?
Qué risa. Pues no lo había pensado. No vaticiné nada más allá de la ficción, tal vez esa es la Casandra de nuestra época: la que informa y no es creída. En este sentido existen hoy muchas casandras. No me creo visionaria de nada, sólo observadora.
¿Cómo está viviendo en Nueva York, desde su apartamento, estas semanas tan especiales?
En realidad había venido para doce días a España, pero mi madre se enfermó y decidí quedarme aquí, donde estaré hasta que considere que el riesgo en Nueva York es menor. Mi edificio allí está totalmente contaminado, gente que conozco está muriendo, y a veces sufro de mucha ansiedad al pensar que tal vez, cuando llegue, haya perdido a algunas personas que quiero. Por lo demás, como estoy acostumbrada a trabajar en casa, estoy bien. Sin embargo empieza a faltarme cada vez más el contacto con la naturaleza, que para mí era vital en el día a día. Justo antes de la pandemia había comenzado a interesarme por la pesca submarina y sueño con el momento de volver a ponerme el neopreno. No salgo a las ocho de la tarde a aplaudir a nadie, no me interesan los actos de cara a la galería, y en general trato de evitar cualquier gesto que nos distraiga de lo que está por venir: una sociedad miserable en la cual también los sanitarios pagarán las consecuencias de los recortes (sin aplausos). No quisiera resultar pesimista, pero creo que sólo tenemos dos opciones: un cambio social y económico (lo cual sería asimismo durísimo por su necesaria naturaleza radical) o una sociedad aún peor en un planeta irrecuperable. Aprecio con alegría la belleza de los animales recuperando su confianza y espacios, pero sobre todo pienso en el efecto rebote que traerá lo que llaman «recuperación».
¿Ha tenido algún problema con las autoridades por el hecho de ser española y viajar frecuentemente a tu país?
No, nunca.
Una novela tan radicalmente imaginativa como es «Don Quijote de Manhattan» encuentra su realista contrapunto en «Seis formas de morir en Texas»… ¿Se plantearías un asunto que combinara imaginación y realidad para una obra suya?
En realidad casi todos mis libros son una combinación de realidad y ficción. «Seis formas de morir en Texas» es una historia ficticia, con el contrapunto de la información sobre el trasplante de órganos en China, que sí lo he investigado al detalle y es absolutamente verídico. Lo que no me interesa escribir (aunque sí leer) es autoficción. Así como Roland Barthes instituyó la muerte del autor con vistas a la posibilidad de un despliegue polifónico del texto cuya voz depende del coro de los lectores, creo que gran parte de la narrativa de hoy en día se basa en la muerte de su propia obra. Así como para Barthes el nacimiento del lector sólo es posible desde la muerte del autor, hoy existen indicios de que la propia obra está enferma de muerte, y lo está desde el principio, desde su concepción por parte de un autor que así lo ha establecido por absoluta negligencia en los cuidados de su obra o, más bien, por absoluta necesidad de imperar como persona por encima de su propia creación. Pero, para esto, el autor también depende del lector, ya sea del lector común ya sea del editorial, y el papel del lector ya no radica en su lectura o apropiación singular y personal de la obra, sino en hacer posible y, sobre todo, visible, al autor como escritor. Así, el concepto mismo de escritura se tambalea, o el concepto de escritura que entendemos hoy y al que ya refería Barthes. Para mí, el máximo paradigma de esta usurpación del libro por parte de su autor a la que me refiero, se asienta en lo que se ha dado en llamar autoficción. El novelista bengalí Amitav Ghosh en su libro «The Great Derangement» trata precisamente de la necesidad que tiene el mundo de hoy de relatos que ayuden a recomponerlo y, en este caso en el contexto del cambio climático, apela a la literatura y a la política como ámbitos de acción necesarios que sin embargo parecen haber sido relegados a lo estrictamente personal. Para Ghosh la ficción es, de entre todas las formas culturales, la que mejor puede imaginar otros mundos posibles. Compartiendo esta idea como convicción me pregunto entonces: ¿por qué este desfase entre nuestro mundo pre-apocalíptico y sus ficciones? ¿por qué justo hoy esa mirada a la intimidad de la alcoba? Ghosh propone una respuesta desesperanzadora: «No nos equivoquemos, la crisis climática se corresponde con una crisis de la cultura, y por lo tanto de la imaginación». ¿Debemos entonces atribuir la narrativa de lo personal a una crisis de la imaginación? En mi opinión, sí, en gran parte sí.
¿Puede contarme algo sobre lo que prepara actualmente?
Estoy escribiendo una suerte de prosa poética, sin proyecto definido, sólo por el disfrute de hacer algo nuevo. También tengo en mente una novela sobre la biografía de un hombre que me interesa mucho por su inaudita forma de vivir, pero para ello tendría que pasar una temporada en un pueblecito en Japón y necesitaría una beca o un puesto en una universidad cercana, lo cual aún no he podido comenzar a buscar.
Marina Perezagua |
nació
en Bilbao en 1966 y es diplomado en Relaciones Laborales y máster en
Prevención (especialidad Seguridad e Higiene en el Trabajo). Residió un
año en Buenos Aires tras ser becado por el Gobierno Vasco para llevar a
cabo un trabajo sobre la legislación laboral argentina. En la actualidad
se dedica en exclusiva a escribir guiones cinematográficos y a la
literatura. En 2015 ha editado con Ediciones Oblicuas su primera novela, “Alcohol de 99º”. Recientemente ha terminado “Prosas para eunucos”, un libro de relatos en busca de editorial. Además de para Cita en la Glorieta, también reseña para las revistas Calibre. 38 y Moon Magazine.