Reseñas de Manu López Marañón

Reseña de «Perdición: El asesino de la Polaroid», de Daniel L. Hawk y J.A. Beckett. 
Ediciones P.G. (2019)
por Manu López Marañón
Para quienes siempre hemos sentido curiosidad por la manera en que salen adelante las novelas escritas a cuatro manos, el encuentro entre el filósofo y escritor J.A. Beckett (Granada, 1968) con el disc-jockey, diseñador gráfico y miembro de un gabinete jurídico, Daniel L. Hawk (Sevilla, 1969), añade una buena dosis de asombro: la de saber que previamente –y en solitario– Beckett ha escrito ya dos novelas protagonizadas por David Ábaco, el detective de «Perdición: el asesino de la Polaroid». La primera, «Entre las hojas muertas», está ambientada en el Chile de Pinochet (la trama aúna alta política e intriga) y en «La muerte sabe a Blues» homenajea al cine negro con su detective perspicaz, la femme fatale y el infaltable crimen que sacude a la alta sociedad.

Es decir, que Daniel L. Hawk se ha incorporado a una saga bastante rodada para contribuir a este tercer caso del detective ideado por Beckett, lo que resulta –creo yo– algo insólito en nuestras letras, por no decir único. De cualquier manera, esta colaboración suya, por lo menos en la novela que reseño hoy para Cita en la Glorieta, ha dado un resultado muy estimulante. ¡Ah!, y no puedo olvidar que Daniel y J.A. tienen entre sus manos, desde hace más de un año, otro trabajo en común: el de dirigir una gran revista de referencia para el género: Solo Novela Negra.

No soy entusiasta lector de investigaciones criminales ni menos de thrillers. Creo haber leído ya suficientes obras de este popularísimo remedo literario como para asegurar que, sin duda, con cualquier otra rama del género (así, novela negra de barrio, novela negra histórica o novela negra rural) disfruto muchísimo más. A «Perdición: El asesino de la Polaroid» llego por la recomendación de una amiga lectora de absoluta confianza, algo que me hace abrir este thriller con las más altas expectativas puestas en él.



Daniel_L._Hawk J.A._Beckett

El escritor que junto a Borges mejor ha reflexionado sobre esta clase de literatura, el inmenso Ricardo Piglia (autor de «Plata quemada» obra maestra que muchos harían bien en conocer), dejó dicho cómo «en cualquier novela policial hay una situación que define al género mismo: el lector sabe o imagina qué le espera al leer tal o cual título, y lo sabe antes de comenzar». Ese conocimiento, ese saber previo, funciona como un modo de leer… Y este mismo lector puede legítimamente plantearse si no estará ante una lectura innecesaria, una lectura repetida hasta la saciedad que es justo lo que me pasa tras aquel empacho de novelas policíacas de hace años. ¿Qué hacer entonces ante la sobreabundancia de novelas protagonizadas por investigadores de toda laya? Para resultar original la parodia o la renovación parecen ser las únicas opciones que quedan… hay una tercera: empeñarse en parir la novela policiaca «perfecta». Y esta última opción es a la que se han apuntado Daniel L. Hawk y J.A. Beckett en su inaugural colaboración literaria.



Solo_Novela_Negra
SOLO NOVELA NEGRA, la revista que codirigen
Daniel L. Hawk y J.A. Beckett

Una vez aparecido el primer crimen las novelas negras que no son excelentes responden al enigma con esquemas previsibles cuando no trilladísimos. Solo los grandes escritores son capaces de darle a la construcción de la intriga un plus que vaya más allá del simple suspense o de la simple resolución de un problema. «Perdición: El asesino de la Polaroid» muestra con contundencia los sanguinarios crímenes de unas jóvenes estudiantes cometidos por un serial killer. Poseído este por las voces que revientan su retorcida mente, voces sobre las que cada vez resulta menor el efecto de los barbitúricos, de ellas deviene que la brutalidad y capacidad mortífera de quien las escucha vayan en progreso.

Tampoco arrinconan los autores el proceso mental seguido por las secuestradas en el zulo al que van destinadas, proceso casi idéntico que va de la ansiedad pasando por el miedo hasta desembocar en el terror, antesala de sus muertes inminentes. La metodología del patológico asesino, construida y descrita con bisturí de forense, proporciona una indudable seña de identidad a esta escalofriante obra. Rememorando la primera muerte, se lee:

«Nunca olvidaría su cara, sus rasgos característicos, su sangre fluyendo fuera de su cuerpo. Tenía algo de arte. No era un simple asesinato. No era matar por matar. Lo suyo era arte y venganza, venganza y locura».
Otras señas de identidad, para mí no menos interesantes, vienen de la decisión de ambientar la trama en un innominado pueblo del Sur de Estados Unidos y de no desvelar la fecha en que se desarrolla. Por una preferencia que a otro pueda resultar fallida, traslado mi lectura a comienzos de los 90 porque para mí esta novela respira aquella atmósfera criminal de una época que me conmovió y que encontraba en películas como «El silencio de los corderos» o en la serie «Twin Peaks».


El silencio de los corderos
Héroes y villanos
«Twin Peaks» y «El silencio de los corderos»

La oficina del sheriff Hurtado con sus ayudantes –los algo casposos Cullen y Mordrake–, las tiendas de donuts, pubs oscuros como el Perdición (donde corre el Bourbon y suenan blues míticos como el «I need your love» de BB King), o esos moteles de carretera en cuyas desangeladas habitaciones se alojan David Ábaco, Líster y Porto, son emplazamientos bien perfilados que colaboran a crear ese ambiente americano.

Soltero por elección o conveniencia, el detective de este tipo de narración no suele participar de ninguna institución social (ni siquiera de la microscópica familia). Esa condición outsider es la que garantiza desde el comienzo del género su libertad y autonomía, por eso es él quien mejor puede ver la perturbación social, detectar el mal y lanzarse a actuar.

En el caso de nuestro protagonista –David Ábaco– se cumple a rajatabla lo que acabo de decir. Es cierto que a raíz de una monumental borrachera que acaba con él en la celda de una comisaría, es «invitado» por el teniente Porto y el sargento Líster a acompañarlos hasta el lugar de los hechos y embarcarse en la resolución de este tremendo caso. Pero, una vez llegados allí, el detective Ábaco pronto se desmarca para investigar por su cuenta (aunque es cierto que en todo momento trabaja en equipo y rinde cuentas a sus jefes).

Una novedad señalo en la personalidad de este inteligente sabueso dado al alcohol y a la desazón existencial, y que sólo encuentra paz para su espíritu en esos tugurios para perdedores a los que acude con asiduidad: es su radical pesimismo, una completa desesperanza, la negativa visión del mundo.

Los capítulos en primera persona (hay varios como el [28] que parecen páginas de una autobiografía a corazón abierto), aquellos que vienen contados por el detective (se alternan con los narrados en tercera persona por los autores), se inician con estremecedoras declaraciones de principios, unas declaraciones que –en no pocas ocasiones– parecen proponerse empequeñecer a Thomas Hobbes:

«El hombre tiene grabada en su alma el estigma del culpable. Nunca alcanzaremos la salvación. La bondad se diluyó en nuestra naturaleza, somos carroñeros abalanzándose sobre un cadáver putrefacto en mitad de la nada. Nos hemos convertido en seres perdidos, seres perdidos para siempre».
«Pero yo era un tipo sin esperanzas, deseando de un momento a otro ocupar una sucia y barata caja de madera para ser incinerado. Mis cenizas no tendrían el glamour para ser esparcidas por un bello paisaje o por un mar azul, posiblemente ocupasen el espacio de una caja de cartón para perderse finalmente en un cubo de basura».
La extravagancia, la diferencia que define a estos sujetos extraordinarios que investigan, se asocia en el caso del raro y algo bohemio David Ábaco a la soledad, el humo y el alcohol. Hay –durante toda la novela– referencias a un pasado no muy lejano de profesor universitario, a una vida en pareja, dramáticamente truncada pero que no se aclara. Es posible que estos trágicos acontecimientos hayan sido ya narrados en alguna de las anteriores novelas de Beckett, o, también, que los autores hayan querido dejarlos en el aire para desarrollarlos en una próxima obra.

Decía Jorge Luis Borges que «este tipo de relatos acaban por convertirse, en definitiva, en una suerte de calidoscopio o de breve clasificación de la trama múltiple de crímenes, siempre extraordinaria y siempre repetida, que señala y define la lógica secreta del mundo en el que, resignados, vivimos».


La ambientación de «Perdición: el asesino de la Polaroid» favorece su rápida identificación de personajes y escenarios, mamados gracias a las películas norteamericanas. La verdad es que si Hawk y Beckett hubieran elegido Utrera y en vez de policías federales los que investigasen fuesen guardias civiles quizá el resultado hubiera sido igual de intenso…Pero hoy día captar a un lector, y más para un género tan sin criba, con sobreabundancia de títulos (en su mayoría nefastos pese a lo que venden), está muy complicado y cualquier argucia comercial que lo haga más interesante es legítimamente válida.

Un género con convenciones, fórmulas y líneas temáticas tan estereotipadas como las de la novela policiaca debe «romperse» en algún momento con la historia de la obsesión de un personaje. En «Perdición: el asesino de la Polaroid» lo novelístico se sostiene bien gracias a su asesino múltiple, un serial killer cuya conciencia, centrada en una alambicada venganza, trata de conformar el mundo a través de una cosmogonía que, sin que lo sepa, no está fuera de él, sino que nace de su propia y enferma mente.

Con modalidades múltiples y visiones personales, las ya pocas novelas policíacas inolvidables reconstruyen distintas perspectivas del criminal como un autómata extraño, casi una «máquina de matar», que no controla sus impulsos y actúa con eficacia a la vez desesperada y brutal. Así lo han pretendido, –y logrado con creces–, Daniel L. Hawk y J.A. Beckett en «Perdición: el asesino de la Polaroid». Desde esta revista damos la enhorabuena a ambos y esperamos el nuevo título de una saga merecedora de tener una entusiasta legión de seguidores…

Manu López Marañón participará en nuestra VII Semana Negra en la Glorieta. Puedes consultar el programa pinchando AQUÍ.

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ENTREVISTA CON DANIEL L. HAWK Y J.A. BECKETT
por Manu López Marañón
No pocos hemos sentido la tentación de escribir con otra persona a la que admiramos. Algunos, como vosotros, habéis caído de lleno en ella y ningún lector de «Perdición: el asesino de la Polaroid» va a lamentarlo. Con vuestro permiso, trato de sacaros algo sobre esta peculiarísima forma de afrontar una obra artística, en este caso una novela noir.

¿Cómo os planteáis escribir al alimón «Perdición: el asesino de la Polaroid»?

Daniel L. Hawk (DLH):


Durante toda mi vida he estado escribiendo, tengo innumerables proyectos inacabados. Empiezo muy bien, pero a medio trabajo se me atragantan y los aparco para empezar unos nuevos. Esto acabó cuando supe de la faceta de escritor de J. A. (trabajamos juntos) y le expliqué mis problemas con la escritura y Perdición era uno de esos proyectos inacabados. Así que le pedí ayuda y esa ayuda se convirtió sin darnos cuenta en escritura a cuatro manos y vimos que la cosa funcionaba, así que acabo en la obra que hoy reseñáis y de la cual solo podemos dar las gracias.

J.A. Beckett (JAB):

La verdad es que me lo planteé como un juego, como una nueva experiencia literaria, como algo novedoso y distinto. Yo tenía tres libros y Dani la ilusión por escribir uno. No me lo pensé. La vida del escritor frente a la hoja en blanco es muy solitaria y a veces muy desagradecida. Por eso, poder compartir ideas, ilusiones, proyectos y trabajo, mucho trabajo, me pareció enriquecedor y apasionante. Era como tener dos mirillas en la misma puerta, los dos vemos la misma realidad, pero desde perspectivas diferentes, y eso me pareció fantástico. Sin duda enriquece cualquier producto literario. Como así ha sido.

El hecho de que J.A. Beckett hubiera publicado dos novelas con el detective de «Perdición: el asesino de la Polaroid» como protagonista, ¿no resultó un incordio a la hora de establecer las competencias de cada uno para este tercer caso de David Ábaco?

DLH: Ni mucho menos, fue una «imposición» de J.A. seguir con sus personajes en nuestra novela, para mí en realidad fue un regalo, ya tenían andadura, sabía cómo eran por su anterior novela que ya había leído, te ahorrabas crear el perfil de tres personajes nuevos.

JAB: Al contrario, creo que mi personaje salió reforzado. Aportar nuevas ideas y nuevas maneras de ver la historia hizo que nuestro detective adquiriese nuevas facetas que yo no le había dado. Los personajes son algo curioso, son como seres vivos que acaban viviendo independientemente de ti y que como personas van creciendo y van adquiriendo su propia personalidad a raíz de lo que le aportamos. Y nuestros personajes nos sobrevivieron a los dos. Y con éxito y sin complejos.


Pasamos al proceso de redacción… ¿Un autor escribió los 48 capítulos y el otro iba corrigiéndolos? Se me ocurre que uno pudo escribir los capítulos en primera persona y el otro los que vienen en tercera… ¿Se dio algo así? Y ahora, sinceramente: ¿habéis discutido mucho para sacar adelante este proyecto? ¿Escribiréis otro caso de David Ábaco?
 

DLH: Pues la verdad es que uno escribió en primera persona y el otro en tercera hasta que por diversión nos intercambiamos los papeles, así que ambos estamos repartidos por toda la historia y se puede decir que casi hemos escrito un 50% del libro cada uno.

JAB: Como he dicho antes para mí era un juego, una experiencia diferente. Yo escribía en primera persona y Dani en tercera, hasta que decidimos cambiar. Y fue muy divertido y apasionante, porque al final ya no reconocíamos ni nuestras propias frases. Había surgido un todo sin fisuras. Un río donde no había partes, todo era una corriente de agua buscando el mar.

Aparte de esta primera colaboración literaria, codirigís la revista Solo Novela Negra… ¿Qué tal os va con ella? ¿Compartís alguna cosa más?

DLH: La revista es un proyecto que nos ofreció la editorial de manos de Anxo do Rego y que da muchísimo trabajo, pero también muchas alegrías. Nos permite estar ligados al género que nos apasiona de manera directa. Así como relacionarte con gente del mundillo y estar al día de todo lo que se cuece. La revista no deja de crecer y eso es el premio que nos llevamos. Sobre la última pregunta, trabajamos juntos, así que compartimos más tiempo que con nuestras propias familias.

JAB: Como dice Dani, dirigir una revista como Solo Novela Negra es un premio para alguien que ama este género, como es nuestro caso. Es una forma de ayudar a que la novela negra sea considerada como algo importante dentro del mundo de la literatura. También nos ayuda a que otros autores puedan crecer y dar a conocer sus obras, como también nos ayuda a participar del mundo cultural que nos rodea. Pero en este caso he de agradecer todo el trabajo de Dani en la dirección, yo como filósofo soy muy disperso y él siempre sabe marcar el camino y las directrices. He de decir que Solo Novela Negra es sin duda la revista referencia de este género y no paramos de crecer. Dani y yo somos dos personas totalmente distintas, pero sin embargo coincidimos en muchas cosas. Nos encanta tener ilusiones y sueños, no tenemos alas, pero no las necesitamos, porque tenemos todo un cielo encima nuestro.

Pensando en el lector de este trabajo cuya curiosidad se despierte por «Perdición: el asesino de la Polaroid» (¡ojalá sean muchos!), y sabiendo de la abundancia de este tipo de novelas de investigación, ¿cuál sería el hecho diferenciador que pueda llevarle a comprar la vuestra? ¿Quizá la compleja personalidad del detective, la bestialidad del asesino, la impecable ambientación, o algo diferente que se me haya podido escapar como entregado lector?


DLH: O la suma de todo lo que propones. Fue un reto intentar juntar la novela negra, la policiaca, el hard-boiled en un thriller. Porque no nos equivoquemos, la novela es un thriller en los que vamos dejando pinceladas de otros estilos literarios. También hemos intentado recrear los ambientes que encontraríamos en un guion, donde hay más dibujos en un story-board que en el propio guion. Para nosotros ese story-board es tu imaginación, nosotros te damos un par de inputs, tu cabeza hace el resto.

JAB: No pretendemos que nuestra novela sea «Ulises» de Joyce, nosotros pensamos en el lector, queremos que se lo pase bien, que rompa con su monotonía, que por un tiempo se deje llevar a otra realidad, a otra historia distinta de la suya y de la mano de otros personajes. Que tenga derecho al olvido, que cada palabra y cada hoja lo aleje un poco más del mundanal ruido y lo acerque un poco más al silencio de su yo. Por eso lo teníamos muy claro y nos comprometimos en pisar el acelerador desde el minuto 1. Pero eso también nos diferencia del resto, utilizamos dos estilos narrativos diferentes, una historia contada en primera y en tercera persona, un análisis psicológico de los personajes, una manera de escribir, una manera de contar la historia, una manera de entender aspectos tan importantes como la vida, la muerte, como la soledad, como la ley, como la justicia... y todo enfocado a un lector que se deje llevar como un trozo de madera por el río del que hemos hablado antes. Pero todo eso también ayuda si tienes un antihéroe como el nuestro y un paisaje que como en las novelas de Comac McCarthy es un personaje más dentro del libro.

Estamos ante un serial killer ambientado en un pueblo del sur de Estados Unidos. ¿Habéis tenido en cuenta, consciente o inconscientemente, a algún escritor a la hora de plantear la trama de «Perdición: el asesino de la Polaroid»? Decirnos, ya de paso, algunos escritores de referencia para vosotros, tanto de género negro como de literatura de otro tipo.

DLH: De esto J.A. puede hablar largo y tendido, las referencias son muchas, por decir una, el sheriff Hurtado es un homenaje al sheriff de «No es país para viejos» y así muchísimas más. Ahora te hago una pregunta yo, ¿Dónde pone que es Estados Unidos? Aunque para tu tranquilidad te diré que sí, evidentemente.

JAB: Dani y yo somos unos amantes de la novela negra, por lo que sin duda se han colado la influencia de algunos autores. Nosotros amamos la novela negra clásica, y nuestro detective tiene algo de Marlowe, de Spade, de Archer, así como nuestro asesino tiene tics de personajes de Ellroy, Thompson, Harris... Me gusta la novela negra clásica y su forma de contarnos las historias por eso tengo que nombrar a Chandler, a Hammett, a MacDonald, a Cain, a Burnett, a Thompson... pero también a M. Connelly, a John Connolly, a Ian Rankin, a Mankell, a Winslow, a Ellroy, a Nesbo, a Kerr (me tengo que parar). Y de otros géneros, yo aprendí a escribir con Cormac MaCarthy, Dostoyevski, Hess, Kafka, Faulkner, Balzac, Dickens, Orwell... (me tengo que parar).

Como buenos conocedores del género, ¿qué opinión os merece actualmente el noir y cómo veis su desarrollo no solo en España, también en el mundo?


DLH: Hay de todo, bueno y malo, lo que no nos gusta es que hoy todo el mundo escribe, no hay un solo lector que no se anime y publique un libro, tienes millones de libros editados de manera independiente en decenas de plataformas, de estos, ¿cuántos son buenos?, ¿cuántos tienen un mínimo de calidad?, a la revista nos han llegado auténticos «fiascos» que te hacían preguntarte, ¿Cómo tienes el valor de enviarme esto sabiendo que somos unos «haters»? Al final hacemos como que no nos los hemos leído, no somos nadie para hacer sangre con la ilusión del que empieza.

JAB: Creo que hay grandes escritores como los que he nombrado anteriormente y con algunos más, que me he dejado en el tintero, que mantienen el nivel de la novela negra. Pero el problema se encuentra en que actualmente las políticas editoriales nos venden como novela negra productos que no lo son en absoluto y de una calidad media baja. Ese es el gran error. No todo vale. Llevo leyendo novela negra muchísimos años, cuando ésta era un subgénero denostado y de segunda clase. Tengo la suficiente experiencia como para saber diferenciar y para tener criterio. Por eso la mayoría de lo que nos venden como novela negra, ni se le parece, y en la mayoría de los casos ni se lo merecen. Es como la novela negra nórdica, hay grandes escritores, pero la mayoría que me han llegado son una auténtica basura. De la novela negra en nuestro país prefiero no opinar. Tengo amigos entre los escritores y no quiero hacer excepciones.

Hoy en día, y gracias a Internet, resulta más cómodo ambientar una novela en cualquier país y época histórica. No obstante, y para hacerlo profesionalmente, resulta muy trabajoso atar con corrección los cabos. En este sentido «Perdición: el asesino de la Polaroid» me ha parecido modélica.

¿Qué os llevó a elegir para este nuevo caso de David Ábaco un pueblo del sur estadounidense? ¿Ha igualado, o superado, el trabajo de documentarse al de la redacción propiamente dicha?


DLH: Los escenarios son reales, existen, encontramos el pueblo, la ciudad, el desierto, las montañas y el lago, y como en «Twin Peaks» al que haces referencia nos pareció la ambientación ideal para este tipo de historia. Tienes sol, lluvia, agua, arena, pueblo, ciudad, no te falta de nada en un lugar así. La verdad es que, comparado con la redacción, esta parte del trabajo se puede catalogar de lo más fácil de la obra en sí.

JAB: Como he dicho antes, queríamos que el paisaje fuera un personaje más de la novela, algo con carácter, con personalidad propia, algo que transmitiera al lector la sensación de vivir en un pueblo como aquel, de recorrer sus bosques, de sentir el calor del sol, la humedad de la lluvia. En el fondo, el paisaje es un reflejo de los personajes y tiene mucha importancia en nuestro libro


El pueblo donde se cometen los crímenes carece de nombre y tampoco se da, en ningún momento, fecha alguna. Reconozco que estas indeterminaciones sientan bien a «Perdición: el asesino de la Polaroid». Averiguar qué pueblo es lo dejé por imposible pronto, pero como lector que aspira a saberlo todo supuse que la trama se desarrolla a principios de la década de los 90. ¿Habré acertado? ¿Qué habéis pretendido ocultando esos datos espacio-temporales?
 

DLH: Esta es justo la clave que diferencia nuestra novela de la gran mayoría, aunque me consta que hay otros escritores quizás no tan conocidos que usan también este tipo de narración «anónima». Nuestro objetivo es que tú pongas los elementos de tu imaginario sobre la escena. Nosotros te damos dos o tres pinceladas al lugar, pero tú le pones fecha, decoración y vestimentas, buscamos esa complicidad de que parte de la obra sea también tuya, ayudándonos en tu cabeza a ambientar la propia novela.

JAB: No queríamos dar fechas, ni nombres, ni etiquetas. Queríamos que el lector se implicara en la historia, que nos ayudara a crear, a imaginar, a soñar con sitios distintos, con tiempos distintos, con lugares distintos. Escribimos para el lector y nos encanta que participe en la novela, nos encanta que se creen mundos paralelos al nuestro. Porque de una cosa estoy seguro, cuando terminamos el libro comprendí que éste ya no nos pertenecía, que ahora era parte del lector y que ya no sería nuestro nunca más. ¿Y sabes qué? Me encantó la idea.

Publicar en una editorial pequeña, «independiente» si lo preferís, por desgracia suele ser sinónimo de mala distribución y escasa visibilidad autoral. Por no salirnos del género negro, hay que recordar que los grandes grupos editoriales logran colocar –año tras año– auténtica basura entre lo más vendido. El lector español hoy –y en esto no se diferencia mucho del resto– aborregado hasta límites inconcebibles, carece de curiosidad a la hora de catar obras de autores insuperablemente mejores de a los que están acostumbrados por una mezcla de rutina y desidia… Ir a una librería para ellos es igual que bajar a su panadería a por la misma barra de pan. En España quedan lectores… pero de uno o dos escritores exclusivamente, de esos que, por supuesto, producen cada año un nuevo título para seguir subidos en la ola. ¿Y la calidad literaria? ¡Vamos, por favor, no sean ustedes rancios! ¿A quién diablos importa ya eso?

J.A. Beckett con tres novelas publicadas quizá tenga más experiencia en esto de ir de autor «independiente» por la vida, pero también me interesa lo que pueda contarnos Daniel L. Hawk como recién llegado a esta jungla en armas que es la distribución española. Por favor, contarnos vuestras tribulaciones, en concreto las que estéis pasando a un año de que «Perdición: el asesino de la Polaroid» viera la luz en Ediciones P.G. Y para terminar: ante esta situación de emergencia creada por el covid 19 con el masivo cierre de editoriales y librerías, ¿qué se os ocurre que podríamos hacer, entre todos, para intentar salvar el negro futuro del libro?

DLH: Muy de acuerdo con tu texto, encontrar una rendija, para que una obra como la nuestra, que nos consta que gusta, que tiene la calidad suficiente para codearse con muchas otras que están vendiendo gracias a la maquinaria que tienen detrás, es muy difícil. Se ha dicho de todo de nuestra novela, que si estuviera firmada por Stephen King ya estaría en el cine, que si recuerda a «True Detective», a «Twin Peaks» en varias ocasiones o a «El silencio de los corderos», muchas referencias al cine, porque ese era el objetivo, escribir con imágenes. Como salvaríamos el género, solo si se deja de manosear. Con el género se puede jugar, llevarlo en todas direcciones y mezclarlos con todos los estilos que quieras, pero hay un mínimo que se ha de cumplir, ha de ser negro en su máxima expresión. Una investigación y un cadáver no son suficientes para que te coloquen en una estantería de novela negra, se ha de pedir un poco más. La perversión de las editoriales se refleja en esa maniobra maldita con la intención de vender libros a costa del lector. Un lector engañado que compra una novela negra y se lleva un sucedáneo maquillado.

JAB: Estoy de acuerdo con Dani, Y Estamos muy agradecidos a nuestro editor Anxo Do Rego, pero sin duda, publicar en una pequeña editorial hace que tu obra tenga menos repercusión y menos luz. Todo cuesta un poco más. Todo es más lento y desesperante. Y lo que es más doloroso, te lee menos gente. Pero estamos moderadamente contentos y seguiremos luchando. Estamos convencidos que no tenemos nada que envidiar a muchas de las novelas de cabecera de algunas editoriales. Pero este mundo es muy difícil y competitivo, y cada año salen nuevos escritores y nuevas propuestas y muy pocas oportunidades para publicar decentemente. Pero nosotros creemos en lo que hacemos, y consideramos que PERDICIÓN es un buen libro. Por lo menos un libro para pasárselo bien y poder disfrutar de un buen rato de emoción, intriga, y de todas aquellas emociones que siempre despierta una buena lectura. Para salvar el negro futuro del libro hay que leer, que aparezcan de la nada nuevos lectores. Yo soy un usuario diario del tren. Los móviles han ocupado el lugar de los libros, tal es así que cuando veo a alguien con un libro tengo tendencia a pensar bien de él. Como yo siempre digo, leed, leed porque ya sabéis que estáis malditos. Quisiera felicitar a nuestro querido entrevistador por las reflexiones vertidas sobre los libros. Me han parecido certeras y adecuadas, tal es así que por un momento creía que lo estaba pensando yo. Muchas Gracias por las preguntas nos has hecho reflexionar, y eso es siempre de agradecer
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Daniel L. Hawk y J.A. Beckett

nació en Bilbao en 1966 y es diplomado en Relaciones Laborales y máster en Prevención (especialidad Seguridad e Higiene en el Trabajo). Residió un año en Buenos Aires tras ser becado por el Gobierno Vasco para llevar a cabo un trabajo sobre la legislación laboral argentina. En la actualidad se dedica en exclusiva a escribir guiones cinematográficos y a la literatura. En 2015 ha editado con Ediciones Oblicuas su primera novela, “Alcohol de 99º”. Recientemente ha terminado “Prosas para eunucos”, un libro de relatos en busca de editorial. Además de para Cita en la Glorieta, también reseña para las revistas Calibre. 38 y Moon Magazine.


RESEÑA DE «DON QUIJOTE DE MANHATTAN», DE MARINA PEREZAGUA. Los libros del lince (2016)
por Manu López Marañón
Publicada por Anagrama a finales de 2019 «Seis formas de morir en Texas», extraordinaria novela de cuya impactante lectura muchos aún nos recuperamos, a Cita en La Glorieta le ha parecido pertinente para este 23 de abril de 2020 –un Día del Libro devaluado por las tremendas circunstancias mundiales que toca padecer– recuperar la segunda novela de Marina Perezagua que tiene como título, precisamente, «Don Quijote de Manhattan». Esta sevillana es autora, aparte de las citadas, de la novela «Yoro» y de dos libros de relatos: «Criaturas abisales» y «Leche» (todos editados por Los libros del lince). Residente en Nueva York, nadar y bucear en el mar, hasta lo más profundo que pueda, son algunas de las aficiones de esta singular mujer.

Notas para una reseña que se las trae (y que no sé yo si podré dar forma):

–Para su libérrima recreación de las andanzas de don Quijote y Sancho Panza,
Marina Perezagua parece haber tenido más en cuenta la primera parte del Quijote cervantino, regocijadamente episódica y formada por aquel inacabable collage de sucesos e historias que salpimentaba las dos salidas del caballero (sin y con escudero). En ella acontecen los hechos más popularmente conocidos de la novela (así, por citar algunos, la aventura de los molinos, la ganancia del yelmo de Mambrino, o la batalla con los cueros de vino). A estos episodios itinerantes, siempre trepidantes, Cervantes incorpora narraciones que personajes de toda laya refieren sin tener que pedírselo dos veces. Estamos ante esos «tiempos muertos» que en toda época, pero más aún hoy, cualquier novela debe incorporar –y los cuales, por cierto, pocos autores saben manejar con solvencia–. El cuento de la pastora Marcela que narra un cabrero; la larga ficción, casi una novela dentro de la novela, que se cuenta en «El curioso impertinente»; o la regocijante historia de la infanta Micomicona serían buen ejemplo de estos magistrales desvíos cervantinos. Creo que Marina Perezagua ha preferido para sus fines esta dinámica estructura por encima del buscado reposo (sin duda delicioso y sublime) que ofrece la segunda parte de «Don Quijote de la Mancha», más discursiva y remansada.

–El trayecto de esta salida neoyorquina (sería la cuarta del caballero) que
Marina Perezagua despliega en los treinta y tres capítulos de su «Don Quijote de Manhattan» acontece durante el invierno de 2016 entre Queens y el lugar donde estuvo el Six World Trade Center (es decir, tras quince años del espectacular atentado). Don Quijote, en su justiciero afán de arreglamundos, muestra su lado iracundo y más follonero en capítulos como el IV (en el oscuro comedor de invidentes que pretende iluminar al grito de Fiat lux), el X (con ese revuelo que provoca el gratuito reparto de donuts y la posterior lluvia de dólares procedente de las cajas abiertas del Starbucks) o en el capítulo XIV, donde tras su colérica reacción provocada por las armas de fuego don Quijote muestra su solidaridad con los reos de la cárcel de Utah. Sucesos así de desopilantes vertebran gran parte de la novela y dan sustancia al itinerario de esta inmortal pareja trasladada por arte de birlibirloque al Nueva York de comienzos del siglo XXI.
 

–Pero tal y como acontecía en el modelo cervantino, sobre todo durante su primera parte, también «Don Quijote de Manhattan» resulta pródigo en esas historias que personajes de variada condición regalan a nuestros estrafalarios protagonistas (aclaro que durante casi toda la narración don Quijote va disfrazado de C-3PO y Sancho Panza, durante buena parte de ella, de ewok). Destaquemos de entre estos sustanciosos paréntesis la mala estrella del joven con quien don Quijote comparte celda (un delincuente acusado de robar, primero comida y después un banco –capítulo VIII–), o, en un plano más metaliterario, la clase que don Quijote enjareta a Sancho y en donde explica cómo una novela debe incluir varios tiempos, algo que disgusta a su escudero, partidario de la más rigurosa linealidad narrativa (capítulo XIX).


La prisión de Utah
La prisión estatal de Utah

–La Biblia. En el capítulo I una predicadora negra regala un ejemplar de las Sagradas Escrituras a don Quijote. El libro de los libros guiará la nueva existencia del épico hidalgo con igual fiel sujeción a la que, en su día, lograron aquellas noveluchas de caballerías. En la habitación de un hostal de Manhattan don Quijote pasa siete días confinado, leyendo a todo meter. El esfuerzo para descifrar muchos versículos resulta extenuante y, como consecuencia, al denodado lector se le termina reblandeciendo el seso. Sin haber entendido cabalmente el significado de la palabra de Dios don Quijote se arroja a las calles de Nueva York dispuesto a «desfacer entuertos», aplicando sobre la posmodernidad esos confusos preceptos divinos. «La Palabra Sagrada para enmendar la Ciudad-mundo que le ha tocado habitar», escribe una algo distanciada Marina Perezagua. No abusa esta autora de las citas bíblicas, quizá porque don Quijote pronto percibe cómo la Biblia embrolla sus ansias de convertirse en hombre de acción. En efecto, en no pocas ocasiones, y para un mismo asunto, los preceptos aplicables plantean soluciones antagónicas de perdón y venganza. Pronto encuentra nuestro héroe una favorable solución en las catorce obras de misericordia (siete corporales y siete espirituales); por no presentar éstas tantas dificultades de comprensión y resumir –a la perfección– el espíritu bíblico, resultan de directa aplicación quijotesca al ofrecer cualquier arreglo para los conflictos que surjan. Señalamos dos obras: la primera, de tipo espiritual («Enseñar al que no sabe»), ocupa el capítulo XV. Don Quijote explica a un pasmado auditorio la parábola de Jonás y la ballena, adaptándola demagógicamente a la realidad que vive, ya que identifica al cetáceo con los Estados Unidos. Para la otra obra, de tipo corporal, elegimos la sexta («Socorrer a los presos»). En el capítulo XXI don Quijote visita la prisión de máxima seguridad de Rikers Island, famosa por maltratos y corruptelas. Allí conoce a esa mujer encarcelada por no haber soportado el saqueo de la casa de un amigo suyo, recién fallecido, por parte de sus desconsiderados hijos, a quienes acaba disparando. Don Quijote la reconforta hablándole de la vida eterna frente a la fugacidad de la existencia humana.



El libro que de nuevo trastorna a don Quijote

–Don Quijote justiciero, aclamado (vertiente social del personaje). Las hazañas de don Quijote pronto corren de boca en boca por Nueva York. Muchos grupos sociales sueñan con tener de abanderado al caballero de la triste figura. En la página 206 la autora sevillana enumera a minorías muy diversas a las que aproxima la querencia por la sabia locura de su héroe. No me resisto a copiar el disparatado censo que celebra con júbilo a este endilgador de merecidos mandobles: «Veganos, sapiosexuales, LGBT, ufólogos, marianos, queers, animalistas, papistas, ecologistas, feministas, eco-feministas, utopistas, politeístas, milenaristas, evolucionistas, zurdos, abolicionistas, animistas, panteístas, obreristas, pro-abortistas, compasivistas, arbolistas, indigenistas, ciclistas, montañistas, anti-racistas y un largo etcétera».

–En «A través del Quijote» (Reino de Cordelia, 2019), su autor, José María Merino, propone, según sus palabras, «un minucioso recorrido de “El Quijote” siguiendo fielmente la estructura del libro original e incluso atravesando el plagio de Avellaneda en lo que constituye una relectura escrita». Merino pretende dejar claro cómo la alucinación de don Quijote encuentra réplica en muchos personajes de la novela (así Sansón Carrasco queriendo imitarlo o los malvados duques montando toda aquella tramposa tramoya), una novela que, para el escritor de La Coruña, acaba convirtiéndose así «en una especie de majestuosa, divertida y ejemplar alucinación de alucinaciones». A «Don Quijote de Manhattan» en absoluto cuadra la expresión «minucioso recorrido» por el derrotero cervantino, pero sí va a entrar –y de lleno– en ese cuadro alucinatorio recalcado por Merino. Y es que recorriendo Nueva York con su escudero los episodios que don Quijote protagoniza acaban por resultar hechizantes. Es el libro de Marina, ciertamente, una lectura con efectos lisérgicos, y esto debería venir anunciado en una faja de portada… No me resisto a citar algunos flipantes lances del caballero de la melancolía, investido don Quijote «de Manhattan» por Sancho Panza en el mismísimo patio del Instituto Cervantes de Nueva York… (y dejo los pasajes de carácter apocalíptico para ocuparme de ellos después). En el capítulo XIX don Quijote y Sancho Panza observan nadar desde la grada de la piscina, con estilo olímpico, a un nadador. Mientras admiran la calidad de sus largos, irrumpen doce terroristas chinos armados con metralletas que cometen una masacre en la que nadie queda vivo y que tiñe de rojo el agua (caballero y escudero se han refugiado tras los asientos). En el capítulo XVI don Quijote encuentra enfrentadas, frente a un teatro de Broadway que exhibe en su fachada el cartel de una Virgen con una corona de espinas en su mano, a dos violentas multitudes. Un grupo se manifiesta a favor de la obra mientras que el otro la tilda de blasfema. Don Quijote duda en apoyar a unos o a otros: por una parte desea dar sostén a su religión, la católica, única verdadera, pero por la otra le gustaría ponerse a favor de la libertad de las musas y el vuelo de la imaginación. Para evitar un nuevo surtido de mamporros el avisado Sancho consigue alejar de allí a su señor.



Apocalipsis según San Juan
Imagen del Apocalipsis según San Juan

–La lluvia roja da fin a la risa. «Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión.» Con esta cita (Hebreos 9:22) como aperitivo, se inicia, en el capítulo XXIII, la parte apocalíptica de «Don Quijote de Manhattan» (precedida por la pesadilla que el caballero padeció durante el capítulo VI, en la que se mezclaban el ataque a las Torres Gemelas con profecías del Apocalipsis). Diecisiete capítulos después, de un cielo rojo empieza a caer una lluvia bermellona, un diluvio mejor, que anega la ciudad. «Salieron al enorme charco, a la lluvia incesante, a los enormes edificios que se alzaban como un bosque de secuoyas, de colmenas vacías, yermas, abandonadas por los trabajadores y las reinas» (capítulo XXVII). En su ahora lúgubre deambular, don Quijote y Sancho, con aguas rojas hasta las rodillas, muertos de hambre y supervivientes de lo que parece haber sido un cataclismo mundial, apenas avanzan por ese espectral paisaje urbano en el que la destrucción de edificios es casi total y no se encuentran seres humanos ni animales. Sobre la hierba anegada del vacío estadio de los New York Mets, don Quijote remeda a Jesucristo, y, antes de desvanecerse, exclama desesperado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has desamparado?». Siempre sostenido por Sancho Panza el caballero puede seguir ruta. La búsqueda de Marcela –su nueva reina de la hermosura–, y no otra cosa, es lo que anima sus tenaces pasos. Y es que don Quijote, en su nueva locura, se ha enamorado de una torre a la que ha rebautizado como Marcela y que no es otra que la de la Libertad o Freedom Tower (alzada donde estuvo el Six World Trade Center tiene 94 plantas y 514 m de altura). Los capítulos alcanzan ya impensables cotas de espanto. Al diluvio constante (símbolo del odio de Satanás contra Israel en el Apocalipsis según San Juan) lo agrandan imágenes desquiciadas, muy potentes, como las que ofrece ese centro comercial deshabitado (capítulo XXV) donde unas pelucas colapsan sus escaleras mecánicas o donde, en una tienda de mascotas, un papagayo que no calla ejemplifica un surrealismo desprovisto de rasgos humorísticos. Desprendidos de sus ropas y solo calzados, cinco días de peregrinaje y sin encontrar comida llevan don Quijote y Sancho hasta que se les ocurre abrir sus bocas y beber la lluvia, que resulta inopinadamente nutritiva… En la Séptima Avenida tiene lugar un doble bautizo al sumergir tanto don Quijote como Sancho sus cabezas en el agua roja. Liberados del pecado original se sienten capaces de afrontar el final del mundo. Pero, casi sin transición, son sumergidos por las aguas y apenas consiguen agarrarse a un peral salvaje. La irrupción de otro diluvio, éste de agua transparente –las aguas, de cualquier color, son siempre símbolo, en el Apocalipsis según San Juan, de las naciones agitadas demoníacamente–, prologan la llegada a la Torre Marcela. Frente a ella, transido de enamorado gozo, el sueño del caballero se ha hecho realidad. Tiene ante sus ojos a Marcela y a ella se encomienda. Pero el nuevo diluvio, que nada sabe de homenajes, arrastrará a don Quijote y Sancho hasta conducirlos a las empedradas calles de una ciudad antigua. Allí un tipo montado en un asno, vestido de túnica y armado con un látigo, y ese moro que entrega a don Quijote unos rollos de pergamino se alían para convertir «Don Quijote de Manhattan» en un hito literario, otro más al que nos tiene acostumbrados Marina.



La Torre de la Libertad,
«Torre Marcela» para don Quijote

«Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?»

(De «Oda a Walt Withman», Federico García Lorca).

Me vais a disculpar pero la reseña mejor la hago otro día…

Marina Perezagua - Cita en la Glorieta


ENTREVISTA CON MARINA PEREZAGUA
por Manu López Marañón
Resulta arduo hablar de algo que tenga que ver con don Quijote dejando fuera al humor. En «Don Quijote de Manhattan» lo encuentro presente en esas memorables conversaciones entre caballero y escudero, unos diálogos los suyos cargados de reproches, ironías y hasta sarcasmos, muy a la manera del modelo cervantino (que, por cierto, tanto influyó en la creación de eso que hoy conocemos como humor «inglés»). Las correcciones a la disparatada gramática del escudero (me río durante la disertación quijotesca sobre lo que es y no es poesía) o las airadas réplicas y jocosas quejas de éste hacia su enrevesado señor son otra constante en su novela, a la que dialécticamente también puede considerarse como un combate entre –y transcribo sus palabras– «la fantasía ilimitada y la simpleza aguda». No obstante lo apuntado, me parece que en su libro el tono grave, desasosegado, vence por goleada al burlón.
Yo había estudiado la risa en su marco más teórico durante el doctorado, trabajé bastante sobre la obra de Mijaíl Bajtín acerca de la cultura popular en la Edad Media en el contexto de Rabelais. Mi objetivo en la novela era trabajar con una degradación de la risa. Ese era el armazón del texto, y la historia vino después. La primera parte se corresponde con una risa más desenfadada, aparentemente irreflexiva. La segunda parte (aunque la separación es paulatina) tiene que ver con una risa algo más juiciosa, una risa que anticipa la tragedia que desembocará en la última parte, que se corresponde con el apocalipsis. Me parecía interesante trabajar con distintos registros en una misma novela, y para mí, como escritora, era un reto nuevo y atractivo. Además hubo otra razón. Con «Yoro» gané el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. A partir de entonces los géneros por los que era conocida se afianzaron y la idea de mi escritura como una escritura del dolor y del cuerpo llegó a muchos más lectores como una especie de poética ya creada, en la que yo no había tenido nada que ver, pues nunca manifesté un discurso y, si algo me interesaba, era precisamente cambiar de tono y de género, una escritura desde la comedia, para después volver a cambiar, siendo el teatro uno de mis proyectos pendientes. La cuestión es que, puesto que toda persona está en continua evolución, se entiende que también la escritura debe de acompasarse en esa mutación permanente. Cierto que hasta entonces sólo había escrito obras que nada tenían que ver con el tratamiento de la risa, pero me sorprendía que con sólo tres libros ya me pudiera ver adscrita a un tratamiento trágico de la realidad. Esta novela fue para mí un diálogo entre diferentes registros.

¿No piensa que haya podido quedarle una novela demasiado seria, incluso desquiciada, en bastantes de sus pasajes?

No me importaría que así fuera. Por desgracia, con la presente pandemia estamos viendo qué frágiles nos hemos hecho, a fuerza de intereses exclusivamente económicos. Si Nueva York sufriera ahora mismo un ataque terrorista (o un temporal, sin ir más lejos), mi novela sería un chiste en comparación. Estados Unidos es un país que amo, lo considero como mi tierra porque vivo allí desde hace más de quince años, pero siempre he dicho que es un país tercermundista, y el contraste entre esa imagen de país híper desarrollado y su verdadera realidad sólo puede terminar en tragedia. Es el país desarrollado con más muertes por parto, por ejemplo, la inmensa mayoría evitables, y por supuesto negras. Lo que distingue a Estados Unidos de cualquier país del tercer mundo es que Estados Unidos invierte grandes recursos en el arte del camuflaje. Las minorías en Estados Unidos viven en un apocalipsis de violencia y discriminación desde que nacen.

¿Tuvo claro desde el principio armar unas andanzas quijotescas que  se volvieran apocalípticas, o, por el contrario, el pesimismo se adueñaba de usted a medida que las inventaba?

La realidad es que me reí muchísimo durante la escritura de esta novela. Recuerdo aquella época como una de las más felices de mi vida laboral. Más bien tenía claro desde el principio que quería una disolución paulatina de la risa, porque me interesaba complejizar el sentimiento, pero no sentí pesimismo, de hecho había pensado en una segunda parte que tuviera un sentido inverso: desde el desconsuelo a la carcajada. Desde Sancho a su amo. Ignacio Padilla, miembro de la generación del Crack que conocía bien las consecuencias de agitar los panteones sagrados, expresa elocuentemente en Los demonios de Cervantes esa característica del «humor serio» de don Quijote frente al mundo y frente a Sancho, una cualidad que paradójicamente le empareja con la seriedad con que le leen muchos de sus estudiosos contemporáneos:

«Don Quijote ríe poco y brevemente. Rara vez reconoce el caballero las impurezas lingüísticas, los refranes lluviosos y prevaricantes de su escudero. En vano intenta Sancho compartirle su sentido del humor y de la ambigüedad, en vano busca convencerle de la honda sabiduría que encierra la deformación de la palabra escrita o hablada, su vitalidad, su ambigüedad. Solemne, unívoco, acartonado, don Quijote no entiende de bromas, como no sean las suyas, que van en serio y son al cabo hostiles. La visión quijotesca del mundo no da cabida a los dobleces ni para los matices, menos aún para la equivocidad del lenguaje. No entran en esta retórica los baciyelmos, los juegos de palabras, los guiños, el imprescindible ir y venir de lo bifronte con que nombramos a una realidad bifronte. . . al matarlo Cervantes reintegró a la realidad la palabra y el humor. Quienes hoy se suman a las nuevas quijotadas de la solemnidad, la corrección política y la eliminación de todo aquello que signifique más de una cosa, espolean de nuevo a un pajizo Rocinante y, con él, a un escuadrón de jinetes que no pueden ni podrán mirar jamás el baciyelmo de la existencia».
Sea como fuere, pesó mucho más el disfrute que sabía que me daría la escritura del libro, que esos tintes amargos respecto a su futuro, que se desvanecían tan pronto como me metía en el texto. Sin embargo, no podía ignorar su existencia, y ahí estaban, pétreos como un bastión que debía asumir para poder escribir más o menos en libertad no ya de los otros, sino de mí misma. Por otra parte, la idea del anverso y el reverso de Manhattan no cumple sólo una función estructural o física, sino literaria y esperanzadora. La peregrinación de don Quijote y Sancho hacia la contemporánea Dulcinea de don Quijote –personificada por la Torre de la Libertad– en medio de una ciudad sin más vida que esa lluvia roja que no cesa, ha de tener una recompensa en el reverso de la isla. Por eso ambas caras cumplen con una función de claroscuro: desolación máxima, pero también un nuevo renacer, en otra época, que viene a ser la misma. Beatriz Pastor lo explica así:
«Pero si es cierto que toda visión utópica parece naufragar en el paisaje apocalíptico de las últimas aventuras de don Quijote y Sancho, no es menos cierto que el desplazamiento del sueño del ataque del 11 de Septiembre por la presencia central de la Torre de la Libertad, nueva musa de don Quijote y faro para estos dos desesperados navegantes abre una grieta para otro tiempo y otra esperanza. Y que esta no se expresa como repliegue ni resignación, sino como lucha renovada.  Y es Sancho quien lo confirma con una frase movido por la compasión ante el desánimo de don Quijote: “Y Sancho que tragaba ya demasiada agua pero cuya piedad era siempre superior a cualquier instinto, incluso el de supervivencia, le respondió… —No se preocupe vuestra merced. Derribados estamos, más no destruidos”».
Ante la perplejidad que pueden suscitar las primeras palabras en inglés dirigidas a los protagonistas, advierte de que «así como don Quijote y Sancho comprendían una lengua que no habían aprendido, no ha de esperarse que todo el mundo la entienda, con lo cual desde ahora en este relato quedará traducido directa y fielmente al cristiano ese idioma que se habla en Nueva York». Antes, y respecto a qué se les ha podido perder a don Quijote y Sancho Panza en semejante megalópolis, durante el año 2016, se ha limitado a presentar a ambos despertando «amnésicos y desraizados sobre una acera de Manhattan».  Hay lectores, hoy cada vez más –por desgracia–, genéticamente incapacitados para disfrutar con una obra de ficción, lectores obsesionados en escudriñar a toda costa la verosimilitud de cualquier texto, menospreciándolo, o incluso desechándolo, ante la primera inverosimilitud (esto mismo se da en el cine, donde, para intentar captar a este receloso espectador hay que avisar que la película está basada «en hechos reales»).

Totalmente de acuerdo, de hecho, el haber dejado claro que no me interesaba explicar por qué entendían el idioma tiene que ver con mi reconocimiento y defensa de la suspensión de la incredulidad. No quiero decir que la verosimilitud no sea importante, lo es y mucho, pero sí pienso que a veces hay que sacrificarla en tanto valga la pena el resultado. Como escritora podría haber dedicado algún tiempo para inventar cualquier recurso que justificara por qué saben inglés, de hecho ahora, mientras escribo, se me ocurren varios, es fácil. Pero esto habría ralentizado la acción, y no me parecía importante, más bien contraproducente, sobre todo teniendo en cuenta que ya el simple hecho de que Don Quijote y Sancho salten siglos y lugares para aparecer en mi novela es del todo inverosímil.

¿No cree que para ese tipo de lector poco penetrante «Don Quijote de Manhattan», partiendo de premisas tan escasamente verosímiles como las citadas, pueda resultar demasiado «fantasiosa»? 

Claro, no existe un lector universal. Por eso no pienso en los lectores cuando escribo. El libro anterior, «Yoro», logró traducciones a unos diez idiomas. Yo sabía de antemano que por la lengua que estaba utilizando y su registro, esto sería muy difícil en «Don Quijote», pero cuando escribo no pienso en ningún factor extra literario. Podría haber utilizado un lenguaje contemporáneo (fue la decisión de Carmen Martín Gaite en «Caperucita en Manhattan», por citar un caso), pero entre mis intereses también estaba el reto del «remedo», de ese jugar con el lenguaje del Siglo de Oro, de una época que es ya tan lejana a nosotros. En otro orden de cosas, hay que tener en cuenta que la ficción es la trama interna de la realidad. Los cuentos que me contaban mis bisabuelas eran sus propios dramas: los maridos eran soldados alcoholizados para mitigar el peso de la conciencia, los hijos fueron los que aún hoy yacen sin nombre en las fosas comunes de España. Pero los cuentos populares de mi infancia no se contentaban con esas tragedias, y así, la popularidad de Pulgarcito no se debía sólo a la realidad de las familias que ante la fuerza del hambre preferían abandonar a sus hijos que verlos morir, sino a un diálogo entre esa miseria, constatada en el pasado y en el presente, y la construcción de unos personajes fabulados que la trascienden. La realidad necesita de la ficción para ser transmitida. También mi bisabuela me contó que al salir de trabajar en la fábrica se iba a varear olivos para deshacerse del embarazo de un niño que sabía no podría alimentar, embarazo que logró detener a los seis meses a costa del sobresfuerzo físico. Pero ésa era su realidad, y eso no era cuento, sino su instante, sin alternativas ni puntos de fuga. La literatura no es una transcripción de la vida, sino la ubicación de nuestra psique en esa vida; como decía Rilke, no sucede de fuera hacia dentro, sino de dentro hacia afuera, y por este motivo el suceso más trágico o más singular no es suficiente para lograr una historia, que requiere de la simbiosis entre las voces del pasado que nos conforma y la búsqueda de nuestra voz en ese coro universal de realidades y quimeras.

¿Escribió su segunda novela pensando más en ese otro lector, sin venda sobre los ojos y que en su día disfrutó con el Quijote de Cervantes, una obra en la cual la imaginación interviene tanto como en la suya?
En realidad simplemente disfrutaba con la escritura. Lo demás se da por añadidura, o no se da. Para mí la escritura es un modo de diversión y también de conocimiento. Ninguno de los dos sería posible si no indagara sin pensar en las consecuencias. Y esto, la honestidad literaria, es un valor en sí.
Tres años median entre «Don Quijote de Manhattan» y «Seis formas de morir en Texas». Novelas antagónicas en temática y estilo que si no vinieran encabezadas por su nombre nadie diría que fueron paridas por la misma autora. Al haber leído primero «Seis formas…» husmeaba yo indicios de esa obra en su don Quijote… Y he terminado por dar con ellos en episodios en los que la cárcel logra evidente protagonismo. Así, don Quijote comparte celda con un «buen ladrón» que le cuenta sus desventuras; también leemos cómo un condenado a muerte elige acabar sus días ante un pelotón de fusilamiento por parecerle esa una manera de ejecución menos innoble que la inyección (esas son dos de las formas de morir en Texas…). Pero aún más significativo todavía es cuando el caballero va a la prisión de máxima seguridad de Rikers Island. Allí se adelanta algo que desarrollará con detalle en «Seis formas…»: las corruptelas y los malos tratos a los presidiarios (aumentados hasta límites inconcebibles en el tejano penal de Mountain View).

¿De dónde vendrá esta preocupación suya por los severísimos regímenes carcelarios en Estados Unidos?

Yo creo que las cárceles y prisiones en Estados Unidos para mí vienen a ser el símbolo de un país que aún tiene muchos conflictos que resolver, por ejemplo el racismo, o el «ojo por ojo, diente por diente». Una vez un profesor penitenciario me dijo que Estados Unidos tiene un romance con la venganza, y así es. Los regímenes carcelarios están pensados para que no salgas nunca, y la reinserción es un pensamiento no sólo ridículo sino contradictorio para el sistema. El proceso de muerte, en el corredor o en el mundo, se invisibiliza. En «Hell is a very small place» –una compilación de textos de académicos acerca del confinamiento solitario en Estados Unidos– se nos transmite una pregunta de Lisa Guenther: «Qué significa compartir el mundo con millones de personas metidas en jaulas?», y en la introducción de dicho libro se añade: «Como afecta a nuestra humanidad el deshumanizar a otros hasta el punto de hacerles vivir en condiciones impropias para un animal?». Pues bien, «compartir el mundo con millones de personas en jaulas» parece que no significa nada para gran parte de nuestra literatura. Hay un desfase entre la realidad y lo que se escribe, una suerte de ficcionalización que hace que no todo pueda escribirse, y es justo eso lo que me interesa, el ámbito de lo inenarrable. Ya Baudrillard constató cómo la realidad pasa por un proceso de seducción para venderse a sí misma, pero ¿se vende hoy en día cualquier realidad? ¿Están dispuestos los consumidores a comprar una realidad que les incomode lo más mínimo, o más bien tienden a comprar una realidad que se parezca a la propia y no les confronte con ningún tipo de responsabilidad? Aprecio más bien una tendencia hacia la comodidad, en un mundo que paradójicamente es cada vez más incómodo. Además de esto, sospecho que en «Seis formas de morir en Texas» hay una razón más narrativa: Toda la novela viene a ser una desmitificación de la realidad como artículo de cambio. El hecho de que la narradora ingresara en prisión con dieciséis años le ha permitido haber vivido ajena a esa relación compra-venta de la realidad, lo cual le ha dado la concesión de tener un concepto claro y, por tanto, crudo, de su entorno.
Mientras escribía «Don Quijote de Manhattan», ¿tenía ya en mente su siguiente novela o es solo «casualidad» que en ambas afronte el tema penitenciario?
Es muy curioso, pero cuando me pongo a escribir un libro nunca me vienen otras ideas, es como si me quedara seca de todo lo que no tiene que ver con esa historia. Sólo cuando lo termino me empiezan a llegar otros estímulos.
Me toca reseñar «Don Quijote de Manhattan» en los momentos más aciagos del coronavirus en España, con centenares de compatriotas muriendo cada día y sin saber cuándo vamos a alcanzar ese pico que en seguida haría descender la hinchadísima curva de letalidad. Escribe esta novela en 2016 y en ella hay rastros del atentado contra las Torres Gemelas de 2001. Pero cuando introduce la espiral apocalíptica cuesta no establecer un siniestro paralelismo entre esa Nueva York, anegada de agua roja y sin restos de vida humana o animal, y este otro que vemos por televisión, igualmente vacío, con la población confinada en sus casas (como en Madrid, París, Roma o Londres).

Exacto, por ello le decía al principio que la novela (sin saberlo yo) ha resultado no ser muy descabellada en cuanto a sus tonos apocalípticos. Si ahora mismo Nueva York sufriera un atentado las consecuencias batirían records históricos.
¿Podía imaginar algo así mientras sacaba adelante esos delirantes capítulos?

Sí, Estados Unidos vive al borde del precipicio. Tiene un sistema sanitario y un sistema educativo absolutamente deficientes. Un soplido puede derribarlos si les sobreviene un problema (en este caso ha sido un virus) que no puede ser atajado exclusivamente con armas económicas. Como Ignacio Padilla apuntó en más de una conferencia, en «Misa negra», ensayo importante para entender la acritud que nos va legando el 11/S, el filósofo John Gray identifica en nuestros días el mismo ánimo que Norman Cohn habría visto en la humanidad de la Baja Edad Media: todo utopismo es un milenarismo. Es decir, que el pensamiento utópico de Occidente ha tenido siempre su violento combustible en el pensamiento apocalíptico judeocristiano. Y en este utopismo milenarista se centra «Don Quijote de Manhattan (Testamento Yankee)»: una utopía pensada desde el apocalipsis, una peregrinación hacia su amada Marcela, que no es otra que la Freedom Tower que, también, caerá. Y en lugar del «Amadís de Gaula», el libro guía en estas aventuras es, precisamente, la Biblia. De hecho, el título original de mi libro era La Biblia, pero por mucho que traté de defenderlo, nada es más intocable en España que el libro de los libros... ni siquiera «Don Quijote de la Mancha». No obstante, y si bien no se distinga en el título, la importancia de la Biblia y el Apocalipsis en la novela es crucial, desde que muy al principio don Quijote y Sancho se toparan con un ejemplar en esa grieta anacrónica que, siguiendo el pensamiento de Giorgio Agamben, es precisamente el lugar de lo contemporáneo.

¿Se siente una especie de Casandra ante la llegada, cuatro años después de publicar «Don Quijote de Manhattan», de esta impensable pandemia?

Qué risa. Pues no lo había pensado. No vaticiné nada más allá de la ficción, tal vez esa es la Casandra de nuestra época: la que informa y no es creída. En este sentido existen hoy muchas casandras. No me creo visionaria de nada, sólo observadora.

¿Cómo está viviendo en Nueva York, desde su apartamento, estas semanas tan especiales?

En realidad había venido para doce días a España, pero mi madre se enfermó y decidí quedarme aquí, donde estaré hasta que considere que el riesgo en Nueva York es menor. Mi edificio allí está totalmente contaminado, gente que conozco está muriendo, y a veces sufro de mucha ansiedad al pensar que tal vez, cuando llegue, haya perdido a algunas personas que quiero. Por lo demás, como estoy acostumbrada a trabajar en casa, estoy bien. Sin embargo empieza a faltarme cada vez más el contacto con la naturaleza, que para mí era vital en el día a día. Justo antes de la pandemia había comenzado a interesarme por la pesca submarina y sueño con el momento de volver a ponerme el neopreno. No salgo a las ocho de la tarde a aplaudir a nadie, no me interesan los actos de cara a la galería, y en general trato de evitar cualquier gesto que nos distraiga de lo que está por venir: una sociedad miserable en la cual también los sanitarios pagarán las consecuencias de los recortes (sin aplausos). No quisiera resultar pesimista, pero creo que sólo tenemos dos opciones: un cambio social y económico (lo cual sería asimismo durísimo por su necesaria naturaleza radical) o una sociedad aún peor en un planeta irrecuperable. Aprecio con alegría la belleza de los animales recuperando su confianza y espacios, pero sobre todo pienso en el efecto rebote que traerá lo que llaman «recuperación».

¿Ha tenido algún problema con las autoridades por el hecho de ser española y viajar frecuentemente a tu país?

No, nunca.
Una novela tan radicalmente imaginativa como es «Don Quijote de Manhattan» encuentra su realista contrapunto en «Seis formas de morir en Texas»… ¿Se plantearías un asunto que combinara imaginación y realidad para una obra suya?
En realidad casi todos mis libros son una combinación de realidad y ficción. «Seis formas de morir en Texas» es una historia ficticia, con el contrapunto de la información sobre el trasplante de órganos en China, que sí lo he investigado al detalle y es absolutamente verídico. Lo que no me interesa escribir (aunque sí leer) es autoficción. Así como Roland Barthes instituyó la muerte del autor con vistas a la posibilidad de un despliegue polifónico del texto cuya voz depende del coro de los lectores, creo que gran parte de la narrativa de hoy en día se basa en la muerte de su propia obra. Así como para Barthes el nacimiento del lector sólo es posible desde la muerte del autor, hoy existen indicios de que la propia obra está enferma de muerte, y lo está desde el principio, desde su concepción por parte de un autor que así lo ha establecido por absoluta negligencia en los cuidados de su obra o, más bien, por absoluta necesidad de imperar como persona por encima de su propia creación. Pero, para esto, el autor también depende del lector, ya sea del lector común ya sea del editorial, y el papel del lector ya no radica en su lectura o apropiación singular y personal de la obra, sino en hacer posible y, sobre todo, visible, al autor como escritor. Así, el concepto mismo de escritura se tambalea, o el concepto de escritura que entendemos hoy y al que ya refería Barthes. Para mí, el máximo paradigma de esta usurpación del libro por parte de su autor a la que me refiero, se asienta en lo que se ha dado en llamar autoficción. El novelista bengalí Amitav Ghosh en su libro «The Great Derangement» trata precisamente de la necesidad que tiene el mundo de hoy de relatos que ayuden a recomponerlo y, en este caso en el contexto del cambio climático, apela a la literatura y a la política como ámbitos de acción necesarios que sin embargo parecen haber sido relegados a lo estrictamente personal. Para Ghosh la ficción es, de entre todas las formas culturales, la que mejor puede imaginar otros mundos posibles. Compartiendo esta idea como convicción me pregunto entonces: ¿por qué este desfase entre nuestro mundo pre-apocalíptico y sus ficciones? ¿por qué justo hoy esa mirada a la intimidad de la alcoba? Ghosh propone una respuesta desesperanzadora: «No nos equivoquemos, la crisis climática se corresponde con una crisis de la cultura, y por lo tanto de la imaginación». ¿Debemos entonces atribuir la narrativa de lo personal a una crisis de la imaginación? En mi opinión, sí, en gran parte sí.

¿Puede contarme algo sobre lo que prepara actualmente?
Estoy escribiendo una suerte de prosa poética, sin proyecto definido, sólo por el disfrute de hacer algo nuevo. También tengo en mente una novela sobre la biografía de un hombre que me interesa mucho por su inaudita forma de vivir, pero para ello tendría que pasar una temporada en un pueblecito en Japón y necesitaría una beca o un puesto en una universidad cercana, lo cual aún no he podido comenzar a buscar.

Marina Perezagua

nació en Bilbao en 1966 y es diplomado en Relaciones Laborales y máster en Prevención (especialidad Seguridad e Higiene en el Trabajo). Residió un año en Buenos Aires tras ser becado por el Gobierno Vasco para llevar a cabo un trabajo sobre la legislación laboral argentina. En la actualidad se dedica en exclusiva a escribir guiones cinematográficos y a la literatura. En 2015 ha editado con Ediciones Oblicuas su primera novela, “Alcohol de 99º”. Recientemente ha terminado “Prosas para eunucos”, un libro de relatos en busca de editorial. Además de para Cita en la Glorieta, también reseña para las revistas Calibre. 38 y Moon Magazine.


RESEÑA DE «LOS IMPOSTORES», DE PILAR ROMERA. Destino (2019)
por Manu López Marañón
Pilar Romera Aguilà (Riba-roja d'Ebre, Tarragona, 1968) es licenciada en Historia Contemporánea por la Universidad de Barcelona, donde actualmente trabaja. Su debut como escritora se produce en 1993 con la novela «L'esperit de vidre», a la que sigue, en 1997, «Dins la boira». En 2016 publica «Li deien Lola» (Columna Edicions) de amplia repercusión entre los catalanohablantes. La novela de la que hoy nos ocupamos ha salido al mercado durante septiembre y noviembre, casi simultáneamente, en catalán («Els impostors», Columna Edicions) y castellano («Los impostores», Destino).

«Los impostores» se inicia el 6 de febrero de 1939, día en el que se abre la frontera con Francia a 80.000 refugiados (brigadistas internacionales que no quisieron irse en septiembre de 1938 y familias españolas enteras, con lo poco que han podido acarrear, formaban aquel primer contingente). Son llevados a una playa helada cercada por espinosas alambradas y vigilada por 400 agentes de tropas coloniales francesas y 2 compañías de tiradores senegalesas. El campo de Argelès, un infierno sobre la tierra donde tantos conocieron los límites de su resistencia física y mental.
«Era la ciudad de la desesperación, donde no había futuro, solo insomnio y días de humedad y desesperación».
El soldado de la 42 división del ejército republicano Miquel Alberich cura la cara de Ignasi Roure, catedrático de botánica, acuchillada en un arrebato por una mujer trastornada. Pero el tajo inquieta a Miquel y trae a un hombre alto y delgado que desinfecta, cauteriza y cose la profunda herida. Es Bonaventura Puig, un ladronzuelo desideologizado (ejemplo de aquello que en terminología marxista era “lumpenproletariado”) que ha escapado de Barcelona porque la policía lo persigue por sus delitos comunes.

Debido al éxito de la artesanal cirugía sobre el rostro de Ignasi, entre Miquel y Bonaventura se establece cierta camaradería. Sin llegar a intimar –todos se han conocido en Argelès– entre Ignasi, Miquel y Bonaventura se va forjando una relación que se ensancha con el audaz robo de estacas, cordeles y alambres para construir unas tiendas de campaña que los protejan de la intemperie.
 

Por los distintos caminos que les han llevado sus vidas, Miquel e Ignasi comparten idénticos anhelos de libertad, de cimentar una existencia distinta, libre del peso de la derrota, con esperanzas nacidas y alimentadas en los ideales de una República a la que se niegan ver derrotada.

El final de la guerra civil con la llegada de 500.000 refugiados a Argelès (a esas alturas ya un nido de enfermedades y enterramientos conjuntos) y el anuncio de que las Waffen SS pronto vigilará el campo (al que engorda un amplio e inquietante contingente de judíos, gitanos y homosexuales), hace utópico mantener cualquier sueño republicano. Pero a pesar de ello la consigna es resistir, seguir creyendo en un proyecto que ha fracasado trágicamente y cuyas consecuencias invaden un desolado presente.



El campo de Argelès

Bonaventura se está muriendo de disentería y su agonía resulta un obstáculo para Miquel e Ignasi que no disimulan su impaciencia. Para salir como sea de ese averno sopesan alistarse en los Grupos de Trabajadores Extranjeros (GTE) y así continuar en Francia mientras cae Franco… A Ignasi, como pago por sus servicios de traducción, le proporcionan agua limpia y antibióticos, pero él los esconde y el enfermo fallece.

Ignasi, sin delitos de sangre, pero depurado como catedrático de botánica y convertido automáticamente en un «enemigo de España», suplanta a Bonaventura (un vulgar chorizo sin ninguna motivación política) para poder volver a España «limpio». Pero es consciente de cómo, mientras viva Franco, reciclarse como docente en la Universidad de Barcelona será imposible…

Ignasi –Bonaventura Puig ya en el resto de la novela– en un empeño vital que lo obliga a ocultar un secreto mundo de relaciones, recuerdos y obsesiones aflorando en el laberinto del tiempo y la memoria, opta por el regreso. Este inolvidable personaje es la cebolla de cuyas capas se aprovecha Pilar Romera para conducirnos al corazón de su trama. Porque con el juego que da la suplantación de personalidad de Ignasi, rebosante de riesgos y mixtificaciones, a través de ese falso Bonaventura la autora de Tarragona perfila a sus otros protagonistas (con su mujer –Dora Colom–; su cuñado –Albert Colom–; el amante de su mujer –Miquel Alberich–, y el comisario Fuentes a la cabeza).

«Volví con el pasaporte del amigo muerto. Y lo hice pasando por encima de mis principios, de mis ideales y de la República. Fui desleal a todo lo que había sido importante para mí. Pero lo peor de todo es que traicioné de la manera más ruin al hombre que me había ofrecido su amistad incondicional, sin mencionar, además, que me había salvado la vida».
El entramado de esta ambiciosa novela, tergiversado y recompuesto por la narradora en su afán por conocer y ocultar la verdad, algo que exige una atención al texto que desde el primer momento resulta adictiva, transporta al lector a una atmósfera sutilmente entretejida de realidad y ficción en la que presente y pasado se modifican recíprocamente.

Estamos ante un racimo de existencias derruidas que parecen desfilar ante una pantalla, ante fragmentos de vidas atormentadas, ante secretos tal vez indescifrables. Son los callejones sin salida a los que lleva perder una guerra, unos callejones tenebrosos poblados por experiencias reales e imaginarias y, sobre todo, por sueños malogrados.

«Los impostores» es un texto que funciona también como eficaz thriller político. Algo que se ensambla –sorprendentemente bien– sobre esas metamorfosis que tiempo y memoria ejercen sin pausa sobre sus principales actores.

Desviándose de lo que pudo haber sido una novela sobre la amistad masculina «la ilusión que menos dura» (aquí todo el mundo va a lo suyo, nadie deja pasar la ocasión de aprovecharse descaradamente del otro, engañándolo: es la supervivencia al cubo), Pilar Romera nos embarca en la preparación de un magnicidio. Se trata de acabar con la vida del general Franco, que llega a Barcelona el 31 de mayo de 1949 para inaugurar la XVII Feria Internacional de Muestras.

Miquel Alberich, a quien conocimos en Argelès, tiene ahora 40 años y es un tipo robusto de ojos grandes y nariz patricia que responde al nombre de Elíseo Pérez; comunista convencido que entró en París en la compañía de la Segunda División Leclerc, hoy espiga colillas de tabaco por las sucias calles del Barrio Chino. Una noche reconoce a Isadora Colom, a Dora, de quien fue novio tiempo atrás. Llevan 20 años sin verse. Este reencuentro trae notables consecuencias ya que Dora sabe de primera mano algo que permanece en secreto: la visita de Franco.

Al encontrar a su marido en casa esa noche Dora percibe «el fuego asqueroso del desengaño, de la costumbre, de la rutina, sofocado con más desengaño, más costumbre y más rutina». Bonaventura, que quiere a su mujer, «la única persona que conseguía que aquella vida prestada valiera la pena», vive en el permanente temor de ser descubierto e ir a la cárcel (aunque se haya adaptado a las circunstancias no olvida que él asesinó a Ignasi Roure).

La labor de limpieza ante la llegada de Franco permite a la autora entrar de lleno en la muy temida Brigada Político Social (BPS) de Vía Laietana, centro de la brutal represión a toda oposición al Régimen, y en donde a las órdenes de Eduardo Quintela (el director, el encargado de capturar y encerrar de forma preventiva, ante la insigne visita, a los «sospechosos habituales») trabaja el comisario Fuentes.



La Vía Laietana: el rincón de las torturas

Este comisario adicto a la cocaína y de destrozado estómago es, para mí, –y hay para elegir–, la figura más atractiva de la novela, uno de esos «malos buenos» que se mueve como pez en el agua entre sus confidentes y que talla con mirada torcida a las nuevas hornadas de la policía franquista. Trazado siguiendo el patrón del capitán Louis Renault (interpretado por Claude Reins en «Casablanca» –USA, 1942–, oportunos diálogos entre Renault y Rick Blaine –Humphrey Bogart– pautan, en su inicio, la cuarta parte y el epílogo de «Los impostores»), Fuentes, antiguo guardia de asalto que no simpatiza con la derecha gobernante pero que tampoco es partidario de la revolución, hace gala de una extraña ética que combina el saber zurrar con un profundo sentido de la justicia. El diario cumplimiento del servicio lo ha degradado, pero su lucidez permanece intacta, a prueba de bomba:

«Una panda de psicópatas dirigiendo el país. Todo está podrido, el régimen está putrefacto desde la base. El sistema está viciado y lo peor es que lo controlan todo, absolutamente todo».

Renault: «El corazón es mi punto menos vulnerable».
Sin esperar ayuda alguna del PCE, que tras la orden de Stalin de abandonar la lucha armada ha dejado tirados a los pocos camaradas –la mitad están en La Modelo– que quedaban operativos, matar a Franco se ha convertido en la obsesión de Miquel Alberich. Para ello no duda en usar a Dora, con la que se refocila en su tabuco en una vorágine de indudable pasión, algo que no basta para hacerle sentir el menor asomo de culpa por utilizar a su amante para seguir obteniendo la valiosa información que ella saca del Gobierno Civil, donde trabaja de secretaria.
«¿Qué día llega Franco, Dora? ¿A qué hora? ¿Cuál es el trayecto? ¿Dónde estarán colocados los francotiradores? ¿Revisarán el alcantarillado? ¿Dónde estarán los policías? ¿Qué dotación lo vigilará? ¿Cuántos secretas? Miquel necesitaba datos concretos, planos».
Enterado Bonaventura del romance entre Miquel y su mujer, y puesto al día por ella misma del heroico pasado de su amante, descubrimos que a Bonaventura saber que Dora se acueste con el que fue su amigo molesta menos que percibir la poca implicación de ella en su relación matrimonial, que averiguar cómo se casó con él solo para huir de la casa de sus padres.

Informado de que Miquel Alberich atentará contra Franco, Bonaventura planea matar él mismo al dictador o a Miquel, en realidad da igual: sólo quiere salvar a su mujer, evitar que vaya a la cárcel por colaboradora en un magnicidio. En un montaje en paralelo que explota narrativamente las vicisitudes de ambos asesinos in pectore, Bonaventura se hace con una pistola mientras que Miquel consigue un uniforme de estibador para moverse sin levantar sospechas por la dársena a la que llega el barco de Franco.



Franco en Barcelona

Alertada la BPS de la existencia de un «lobo solitario» que pretende atentar contra el caudillo (sin ninguna organización que lo apoye estaríamos, en el caso de Miquel, ante un Charlie Marlow urbano a la caza de su Kurtz), los últimos capítulos de «Los impostores» se devoran con la adrenalina disparada: feroces interrogatorios, desesperadas búsquedas de dinamita y temporizadores, muertos que aparecen con un tiro en la nuca que garantice su silencio…, y el inesperado desenlace del complot. La conmoción está asegurada.

Pilar Romera ha escrito una de las más sobresalientes novelas de la literatura española contemporánea y se coloca, de forma indiscutible, a la altura de los mejores narradores de su generación. Regalar «Los impostores» estas Navidades es sinónimo de garantía literaria.


ENTREVISTA CON PILAR ROMERA
por Manu López Marañón
1. La historia contemporánea entra en «Los impostores».

Leyendo tu novela no cuesta esfuerzo imaginar el ingente trabajo de documentación que te has tomado para ambientar tanto el campo de refugiados en 1939, como la Barcelona de diez años después, la de 1949. Siempre es provechoso profundizar en las confluencias entre historia y literatura.

Pilar, ¿tuviste datos de sobra para levantar un edificio literario tan complejo como resulta ser «Los impostores», o faltaban y debiste recurrir a largas y enojosas investigaciones?

Debido a mi formación académica, siempre, en todas mis novelas realizo un exhaustivo trabajo de investigación. En este caso, tuve la grandísima suerte de que me dieran una beca convocada por el Ayuntamiento de Barcelona y la UNESCO en el Marco del programa Barcelona Ciudad de la Literatura. Me permitió tener un espacio privilegiado en la Biblioteca de Catalunya con un ingente catálogo a mi disposición durante cuatro meses, por tanto, pude investigar todo lo que necesité.

Aún no he disfrutado de otras novelas tuyas como «Dins la boira» o «Li deien Lola» por no haberse traducido al castellano.

En aquellos títulos, ¿había ya una presencia de la historia reciente en Cataluña o, por el contrario, es en «Los impostores» donde por vez primera decides usar emplazamientos y acontecimientos históricos que dejen impronta?

Hasta ahora mis novelas han estado siempre ambientadas en un contexto histórico pasado. «Dins la boira» estaba ambientada en plena I Guerra Mundial, y parte de la trama pasaba en una fábrica química de un pueblo del interior de la Ribera del Ebro donde se fabricaban de tapadillo armas químicas para Alemania (mientras España era neutral) y «Li deien Lola» está ambientada en el paso del siglo XIX al XX, en el marco de la Barcelona anarquista (bombas en el Liceo), y el proceso de Montjuic contra los anarquistas de fin de siglo.

Pero voy a hacer un parón en las tramas históricas y la próxima estará ambientada en la actualidad.


Me has sorprendido cuando afirmas que, ya en una fecha tan temprana como 1949, cuando llega Franco a inaugurar una Feria, el manifiesto descontento por un Régimen autárquico que condena a Cataluña a la irrelevancia –«somos la puta y ponemos la cama»– es compartido tanto por clases populares como por la burguesía barcelonesa. Yo pensaba que en aquellos años tremendos en su represión y masivos fusilamientos nadie movía un dedo (por la cuenta que le traía) contra la dictadura.

¿Eres consciente de que muchos lectores van a sorprenderse por su error de creer en el apoyo casi unánime a Franco por parte de la población catalana?
 

Es que no era así. Gran parte de la burguesía catalana (no todos) apoyaron financieramente el alzamiento y estaban encantados con que se parara la República. Ciertamente, siempre hubo parte de esa alta burguesía que se enriqueció con el régimen y fue fiel hasta el final. Pero hubo muchos otros que pensaban que el régimen de Franco sería parecido a la dictablanda de Primo de Rivera, y, evidentemente diez años después de acabada la guerra, vieron claro que la de Franco sería una dictadura dura y que duraría.

Otra cosa es la gente de la calle. El movimiento antifranquista de base comunista y anarquista estuvo muy arraigado en las ciudades y el cinturón rojo de Barcelona. Luego, las zonas del interior de origen carlista ya era otra cosa. De todos modos, el régimen era muy combativo con cualquier muestra de catalanismo (desde el folclore a la lengua) y eso pesó muy negativamente en una parte de la población que lo vivió como un ataque a su idiosincrasia.


No creo equivocarme si afirmo que los preparativos para atentar contra Franco en la Barcelona de 1949, siendo literariamente verídicos y apasionantes (que es de lo que se trata), históricamente hablando no tuvieron lugar.

Pero, ¿cómo historiadora tienes constancia de si durante el franquismo hubo algún intento de asesinar al dictador? Y no me refiero a escaramuzas sino a algo serio, organizado y con apoyos tanto dentro de España como fuera.

El 30 de mayo de 1949 hubo un intento de atentar contra Franco cuando pasaba con un coche descubierto junto al monumento a Colón. El anarquista llevaba una bomba que no lanzó porque la policía ponía niños con banderitas en primera fila a modo de escudos humanos. El anarquista no tuvo valor, sabía que si detonaba la bomba habría muchos muertos.  Me inspiré en este intento de atentado, pero hubo muchos, en Cataluña y en todas partes (Madrid incluido). En la bibliografía que cito hay un libro publicado por Debate en 2015 de Antoni Batista que se llama «Matar a Franco: los atentados contra el dictador» muy completo. También un documental de TVE «Objetivo: matar a Franco» muy bueno también.
2. Personajes eternamente insatisfechos.

En «Los impostores» nadie está medianamente contento con la realidad que le toca vivir. Y si pretende refugiarse en el pasado es todavía peor: crímenes, delaciones, traicione la poca implicación de ella en su matrimonio… ¡Un Charles Bovary en toda regla!

¿Cómo llegas al convencimiento de que este marido deslucido sea capaz de arriesgar la vida metiéndose de lleno en un complot contra todo un jefe de Estado? Has arriesgado con esa pirueta que convierte al hogareño Bonaventura en un héroe de acción casi barojiano… ¿Eras consciente de estar dándole un espectacular giro?

Totalmente. De hecho, el final de Bonaventura lo imaginé como una suerte de redención. De expiación. Casi algo místico, religioso. Él ve cómo las opciones se le acaban, y ante el egoísmo o la venganza elige el martirio.

Ha quedado patente mi admiración por el comisario Fuentes, uno de esos personajes que se graban a fuego en cualquier lector. Hablo en la reseña de cómo encuentro en el capitán Renault de «Casablanca» una referencia a la hora de construir a Fuentes, tu comisario caótico y atrabiliario, pero también, a su manera, ético y radicalmente lúcido.

Las cuatro partes de «Los impostores» y su epílogo vienen precedidos por diálogos de «Casablanca». Sobre otros personajes de tu novela, a la hora de construirlos, ¿habrá resultado también importante la película? Yo encuentro similitudes entre Fuentes y Renault, pero ¿es posible que otros lectores las hallen, por ejemplo, entre Dora Colom e Ilsa Lund, o entre Miquel Alberich y Rick Blaine?

Je je, eso se lo dejo a cada lector. Pero sí, de lo que no hay duda es que Fuentes y Renault tienen ciertas similitudes. Fuentes, también es mi personaje favorito, y, de hecho, en la primera versión de la novela era un personaje muy secundario, ¡pero me pedía más! Fíjate que hasta cambié el final solo para darle más protagonismo.

«Casablanca» es, para mí, una película en la que todos son unos impostores. Rick engaña a Ilsa haciéndole creer que se fugan juntos, Ilsa a Laszlo con su historia con Rick, Laszlo a todos. Al final, como el comisario Fuentes, Renault es el impostor más obvio pero a la vez el más legal... La historia es muy distinta, pero sí, la influencia es evidente.


3. La novela.

Has conseguido que en «Los impostores» se den la mano de forma modélica tanto la novela tradicional de personajes afectados por el pasado y en lucha por salir adelante (en lo que sería una narración de estilo clásico –sin que eso suponga reproche alguno–) con otra forma más eléctrica de contar: la propia del thriller, centrada en lo que pasa y con acontecimientos desbocándose hasta llegar al sorprendente y logrado final, con la familia Franco desembarcando en la dársena del puerto.

¿Cómo te planteas usar registros tan diferentes? ¿Tuviste temor de no conseguir una lograda fusión entre las dos líneas narrativas de «Los impostores»?

Bueno, eso fue algo complicado. La trama de esta novela, sobre todo la parte de thriller es algo compleja y me costó encontrar el término medio entre explicar demasiado o quedarme corta. Para mí es muy importante que la psicología de los personajes quede perfectamente retratada, tiendo a construir personajes poliédricos, nada planos y le doy tremenda importancia a que sus actos sean coherentes, verosímiles. Eso podía hacer que la acción se ralentizara. Si, tuve miedo en determinados momentos pero creo que conseguí al final que todo fuera equilibrado.
Acabo de reseñar «Telefónica», la extraordinaria novela de Ilsa Barea-Kulcsar que la editorial Hoja de Lata ha tenido a bien publicar 80 años después de ser escrita… En cine todavía triunfa «Mientras dure la guerra» exitosa película de Alejandro Amenábar que se ocupa de las vicisitudes que Miguel de Unamuno sufrió siendo rector de la Universidad de Salamanca. Y ahora llegas tú con «Los impostores»…

La inagotable guerra civil española y sus consecuencias. Siempre se oyen quejas de que el filón, más en cine que en literatura, está agotado.

¿Cuál es tu opinión?

Creo que nunca lo estará. O no debería, al menos. Nadie se cuestiona que los americanos hagan cien mil películas de Vietnam, por ejemplo. Creo que explicar que pasó nos hace recordar cosas necesarias. Y que nuevas generaciones que no tienen muy claro cómo pasaron las cosas, entiendan que de aquellos polvos, vienen estos lodos.

La novela de Ilsa y la película de Alejandro reflejan dramáticas situaciones vividas en los inicios del conflicto. «Los impostores» sin embargo empieza con la República prácticamente derrotada. Los primeros refugiados llegan a Argelès y un mes después la guerra ha terminado.

En tu novela de 1939, final de la guerra, pasas a 1949, es decir, a la época más dura y represiva de la postguerra.

Desde un punto de vista creativo, ¿qué época te ha dado más juego y con cuál has disfrutado más? ¿Te planteas abordar la temática guerracivilista sobre períodos que no se ocupen del final y sus consecuencias?

Más juego me ha dado 1949 porque es un momento en que ya hace diez años que ha acabado la guerra, cuatro que ha finalizado la II Guerra Mundial y me permitía bucear en la desesperanza de los que veían que el régimen no acabaría a corto ni medio plazo. En cambio la retirada y Argelès me ha permitido disfrutar más a nivel literario. Creo que los fragmentos más emotivos y literariamente más líricos los he hecho al hablar del campo de refugiados. Puedo decirte que me emocioné varias veces cuando los estaba escribiendo.
«Los impostores» es una traducción tuya, porque la novela fue escrita en catalán: «Els impostors». Nos gustaría preguntarte por el esfuerzo añadido que ha debido suponer traducirte.

¿Cómo ha resultado la experiencia? ¿Repetirías? ¿Crees que un autor que se traduce a sí mismo es lo más apropiado para el texto? ¿Te planteas escribir algo directamente en castellano o tu lengua literaria seguirá siendo el catalán?

La experiencia ha resultado muy dura pero a la vez muy satisfactoria. No era consciente de lo complicado que era traducir, sobre todo porque soy una persona muy bilingüe (mi padre es aragonés y mi madre catalana) y además la gente de mi edad tuvo la primera formación académica exclusivamente en castellano (no empecé a aprender catalán escrito hasta el bachillerato).

Respecto a si resulta lo más apropiado traducirte a ti mismo, supongo que depende del dominio que tengas de ambas lenguas. No me gusta hablar de traducción, yo he hecho otra versión porque he reescrito páginas enteras que no me funcionaban en castellano.


Para nada descarto escribir algo directamente en castellano, no a corto plazo. Pero lo que si tengo claro que seguiré haciendo las dos versiones a partir de ahora.

Por último, Pilar: supongo que tras el esfuerzo que supone terminar una novela del tamaño y las ambiciones de «Los impostores» lo que más te pide el cuerpo es promocionarla pero, sobre, todo descansar de ordenador.

¿Podrías decirme algo sobre tus proyectos futuros?


En un par o tres de meses empezaré con un nuevo proyecto. Esta vez ambientado en la actualidad. Tiene que ver con un tema un poco tabú: el suicidio. De momento me permitirás que no cuente nada más. Quizás en otra ocasión, jeje.



nació en Bilbao en 1966 y es diplomado en Relaciones Laborales y máster en Prevención (especialidad Seguridad e Higiene en el Trabajo). Residió un año en Buenos Aires tras ser becado por el Gobierno Vasco para llevar a cabo un trabajo sobre la legislación laboral argentina. En la actualidad se dedica en exclusiva a escribir guiones cinematográficos y a la literatura. En 2015 ha editado con Ediciones Oblicuas su primera novela, “Alcohol de 99º”. Recientemente ha terminado “Prosas para eunucos”, un libro de relatos en busca de editorial. Además de para Cita en la Glorieta, también reseña para las revistas Calibre. 38 y Moon Magazine.


Reseña de «La valiente piconera», de Priscilla Velázquez. Ayuntamiento de Toledo (2019), 
por Manu López Marañón

De exigentes, como poco, cabría calificar a los miembros del jurado que conceden los premios del Concurso de Narrativa Femenina «Princesa Galiana»: que el accésit –reservado para la obra de una mujer novel– quede desierto suele ser, para ellos, lo habitual. Esto ya es un punto a favor de la obra que este año se lo ha llevado: «La valiente piconera», firmada por la dominicana Priscilla Velázquez.

El «Princesa Galiana» busca premiar novelas que incorporen una visión de la sociedad no discriminatoria por razón de género. Las bases piden que la temática verse sobre cualquier aspecto humano que contribuya a resaltar la figura de la mujer. En su XVII edición el primer premio ha correspondido a «Una flor entre la avalancha», de Carlos Fueyo Tirado, y el accésit al título que hoy nos ocupa en la Glorieta.

La identificación de la dominicana Carmen Vélez con la modelo que sirvió al pintor cordobés Julio Romero de Torres (1874-1930) para su último cuadro, el más famoso –y obra cumbre de su arte– «La chiquita piconera», es punto de partida para esta fascinante narración que viaja, con alternancia de primera y tercera persona, a través de tres países (España, República Dominicana y Colombia) y durante dos siglos (el XX y el XXI). En efecto, el parecido físico de Carmen con María Teresa López, símbolo de la belleza cordobesa (ambas son delgadas y estilizadas, de ojos almendrados y, por si fuera poco, comparten un mismo cabello de bruñido color picón –el picón era el fino carbón usado para los braseros–), resulta evidente. Pero a la narradora Priscilla Velázquez, hábilmente proyectada en sus dos protagonistas, le interesa resaltar correspondencias más profundas que las derivadas de unas coincidencias anatómicas.

A María Teresa López, a la vuelta de la Argentina donde sus padres han estado trabajando, la descubrimos, ya con 13 años, yendo a posar al estudio del pintor Julio Romero de Torres. Su familia, para subsistir, necesita del dinero que cobra la adolescente. Pronto surgen sospechas de que el artista (a quien, debido a una dolencia hepática, restan apenas dos meses de vida), estimulado por los posados de María Teresa, se acuesta con su modelo; un falso rumor que prende por las callejuelas de Córdoba. Rafael, mozo de ultramarinos, aprovecha este revuelto clima para requebrar a una confundida María Teresa, la cual, tras preparar su arcón de esponsales «pobre pero rico en esperanza», se dispone a casarse con Rafael, más por acallar habladurías que por un verdadero amor. La prematura muerte de la hija, Paquita, colabora a que María Teresa pronto desee dejar a su impulsivo y destemplado marido, pero los padres la obligan a seguir con él. Estamos en 1935.

Carmina, de 13 años, vivió con su familia en un pueblo de la República Dominicana hasta los 7 años. Tiene un hermano, Felipe, y el padre es un médico que pasa consulta. Convencido de que su hija tiene un lío con un vecino, el doctor no duda en emplear con ella violencias físicas. Tempranamente casada con un «hombre» llamado Juan de Dios el matrimonio de Carmen resulta un fiasco debido sobre todo a la bajísima actividad sexual (impotencia habría que llamarla mejor) del marido, algo, a todas luces, motivo de causa de nulidad. Sin embargo, el médico obliga a Carmina a mantener la fachada durante 8 años («Una mujer seria que se respete no abandona al marido» aleccionará, sentencioso). Por su parte la madre tiene el convencimiento de cómo su hija ha sido infiel casi desde el mismo día de la boda. La relación decae y decae hasta el punto de ser Juan de Dios quien abandona a Carmen sumiéndola en una honda depresión. Estamos a finales de los 90.

Evitando subrayados e innecesarias explicaciones para que el lector infiera conclusiones, así, la autora crea, en esta inicial correspondencia, el tono estilístico que ya no abandonará a su novela. Combinando eficazmente primera y tercera persona, ambas protagonistas, tempranamente golpeadas por la vida, «sienten el vómito en la boca» ante las injustas situaciones padecidas. Sorprende que –con 60 años de diferencia– en República Dominicana se den comportamientos de dominio paternal como los que habitualmente sufrían los hijos en aquella España prebélica de los años 30. Gracias a un dominio técnico inhabitual en una novel «La valiente piconera» ofrece potentes saltos temporales de imperceptible habilidad. El lector por ejemplo advierte, sin apenas percibirlos, contrastes como los que se dan entre ambos maridos (Juan de Dios y Rafael), y, a la vez, es capaz de extraer las múltiples similitudes entre épocas y países tan geográficamente distantes.

Tras divorciarse de Rafael (la efímera II República española aprobó este derecho) María Teresa López trabaja en un taller de costura y en una peluquería. Durante una procesión de la Semana Santa cordobesa se enamora de un nazareno gitano. El gitano resulta ser el torero Cappi, gaditano de Jerez. En un tentadero nocturno la pareja conoce las delicias físicas del amor. Echada en brazos de su pasión, la relación de María Teresa queda consolidada en el tórrido fin de semana pasado en Palma del Río junto a su deseado e insaciable amante.

Carmen conoció a Juan de Dios ya en Santo Domingo y allí consigue divorciarse de él. Ahora cualquier oportunidad es buena para sacarla de su apartamento, donde, después de la oficina, ella tiende a recluirse para regodearse culposamente en su reciente ruina matrimonial (se mortifica viendo videos de su boda). En una fiesta a la que le obligan a acudir los compañeros del trabajo se deja seducir por un extranjero. En el grupo corporativo al que ahora presta sus servicios (Carmen dirige el departamento de planeación) ha conocido al español Ignacio, el que será segundo marido y padre de su hijo Aitor. El inicio del romance coincide con la voluntaria renuncia de Carmen a su trabajo, tras muchos años en esa multinacional. A cambio, se hace con un gimnasio que ella misma dirigirá. Tras un fogoso fin de semana en La Habana, la pareja toma la decisión de vivir juntos.

Avanzando en el tiempo las dos historias –pero siempre manteniendo los 60 años de distancia– en esta nueva correspondencia el sexo toma protagonismo. Tras la represión familiar sufrida durante sus primeros matrimonios, tanto Carmen como María Teresa –por fin emancipadas– explotan literalmente en brazos de Ignacio y Cappi. Estamos ante páginas de gran intensidad, no solo amorosa, también de celebración de la vida, de apurar hasta el límite cualquier placer que se ponga a tiro, algo que el lector entrado en años envidiará al despertar en él nostalgias por aquellos lejanos tiempos en que todo resultaba primerizo y palpitante. El derecho de la mujer a expresarse sexualmente de forma plena sigue siendo –todavía– una reivindicación del feminismo militante. María Teresa y Carmen saben muy bien qué significa proceder de situaciones de represión provocadas por entornos familiares castradores, ofreciendo a mujeres actuales, a la hora de ayudar a tomar conciencia, unas buenas pautas de conducta. En el siglo XIX el escritor francés Gustave Flaubert (sin duda harto de tener que comparecer ante los tribunales por su «Madame Bovary») manifestó: «El pudor en el arte es una idea que solo puede provenir de un imbécil. El arte, incluso en sus desvíos más impúdicos, es púdico si es bello y grande». Inserto esta cita porque creo que nadie debería incomodarse, a estas alturas del partido, por el desprejuiciamiento con que Priscilla Velázquez muestra a las parejas de su novela: sus dos mujeres se cobran en sus tálamos una legítima revancha ante situaciones heredadas desde el origen de los tiempos y mostrarla es de recibo. Siguen siendo modélicos los hiatos espacio-temporales, apoyados siempre por una afinada técnica que recuerda al montaje en paralelo empleado en el cine. Los fines de semana de los incipientes novios –en La Habana y Palma del Río– regalan anáforas muy bien aprovechadas por la atenta autora para rematar psicologías.

Del desenlace, con el cotidiano discurrir de los matrimonios de Carmen e Ignacio y de María Teresa y Cappi, no desvelaré mucho. Sí diré que a los lectores esperan dolorosos episodios, situaciones llevadas al límite, una ciudad desapacible y violenta como es Bogotá («La urbe lúgubre de llovizna insomne», como la llamó García Márquez), erosiones conyugales (que recuerdan las mejores páginas de «Revolutionary road», la obra maestra de Richard Yates), vejeces y adioses… ¡Ah! Y también el sorprendente nexo que Priscila Velázquez desarrolla en los capítulos finales para trenzar narrativamente ambas historias… Una litografía y ese represaliado republicano –bilbaíno para más señas– experto en contabilidad, van a ayudarla.

Debo reconocer que no había leído a ningún autor dominicano. Creo que a muchos españoles les sucederá algo parecido. La Feria del Libro de Madrid de 2019 se celebra entre el 31 de mayo y el 16 de junio. Este año el país invitado es la República Dominicana y no puedo imaginar su caseta sin abundantes ejemplares de «La valiente piconera». Aprovechen esta fiesta de la Cultura para descubrir la literatura dominicana de la experta mano de Priscilla Velázquez. No se arrepentirán.


Entrevista a Priscilla Velázquez Rivera, por
Manu López Marañón


1. Nos ha llamado muy favorablemente la atención que, para su debut literario, Priscilla Velázquez haya elegido un tema intimista en vez de otro más trillado en forma de investigación criminal o crónica histórica.

¿Cómo, cuándo y por qué decides pergeñar «La valiente piconera»?

Desde siempre he escrito, cartas para mí, ensayos, poesía. Mi escritura es un alivio, un grito, nace de las heridas o de sentimientos muy intensos, buenos o malos. Mi mudanza a Colombia no fue opcional, era la mejor decisión para mi familia, no la más apetecible para mí. Me angustió dejar de ser lo que había sido: empleada, empresaria. Pero sin duda eso me permitió encontrar mi verdadera vocación. Descubrí que había dejado de hacer lo que siempre había hecho. No de ser. Siempre uno es. Entonces dediqué horas a este ejercicio literario, que disfruté mucho al hacerlo, y parece que salió bien. El tema surgió una noche en mi salón, necesitaba una pared universal donde rebotara la historia y recordé una agradable cena con el único primo de mi marido, que estableció la semejanza entre María Teresa y yo. Me pregunté: ¿por qué no?

¿Has sido consciente de ir en contra de las tendencias comerciales imperantes hoy en día?
 

Escribir es un acto de fe. El premio a la escritura es la escritura, esa fue mi recompensa al escribir cada capítulo. Nunca pensé en el valor comercial, siempre en el literario. Sin embargo he encontrado críticos que apuntan que en un momento como el actual en que la igualdad entre hombre y mujer domina el mundo político y social, una novela con dos protagonistas como estas, con un trasfondo social importante (imponerse –o resurgir– frente al machismo imperante) podría tener un público asegurado. Otros han dicho que es una historia bastante cinematográfica. Fácilmente adaptable a un guion de cine, que contiene varios de los elementos que triunfan: no una, sino dos historias de amor y algo de buen sexo. Adicionalmente, dicen que en los próximos años, la literatura «de mujer y para mujer» venderá. ¡Ojalá, mi novela tenga esa suerte!, digo yo.

¿Has apostado por el riesgo o la necesidad interna de contar tu historia arrambló con todo?

Considero que la escritura es destino. Escribo porque no lo puedo evitar, es un llamado impostergable, y cuando lo hago no existe nada más, no espero otra cosa diferente a una obra digna. Cuando se disfruta el camino, la obra se labra su destino. Creo que la vida es interesante y variada, que merece ser inspeccionada y narrada para, desde luego, transformarla. Ese es el servicio de mi novela.

2. Tu novela está armada a base de confrontar narrativamente las vidas de la modelo María Teresa López (personaje real) y la de Carmen Vélez (personaje de ficción).

En el caso de María Teresa,

¿Has tenido que realizar mucha labor de documentación para construirla? ¿Visitaste lugares en los que se desarrolló la vida de esta mujer?

María Teresa López existió. El lienzo es patrimonio de la pintura universal. Julio Romero de Torres también es un personaje real. ¿Qué si basé mi novela en hechos históricos? Definitivamente honro los hechos históricos y la cronología, eso da coherencia a la novela, credibilidad. Pero no es una novela histórica. Parto de una historia real y creo la ficción especulativa. Me inspira y apasiona pensar que detrás de las pinturas, de los lugares, de los reyes, o jefes de estado, en fin de las grandes personalidades, hay humanidad y las recreo.

Conozco Córdoba, sin embargo desandé los pasos de María Teresa virtualmente. No conozco Cádiz, ni la ruta de Cappi y su Maestro, pero pude saborear cada plato preparado por el gitano, cada posada en que hicieron el amor en la novela, como si estuviese allí.


Respecto a Carmen Vélez, dominicana como tú,

¿Tiene algo en común contigo este personaje? ¿Aprovechaste para construirlo alguna vivencia personal?

Escribo desde la memoria y la imaginación. En Carmen, hay rasgos autobiográficos sin duda. Pero no es una autobiografía. Hay recuerdos míos y de otros que una hace suyos y se funden al servicio de la novela. Así que los personajes de mi libro son construcciones inexactas, los recuerdos son tramposos. Los padres de Carmina y María Teresa; los primeros y segundos maridos de ambas; pueden haber existido o no, o ser peores o mejores en la realidad.

3. Naciste en República Dominicana, estás casada con un vasco que se crió en Madrid, y ahora vives en Colombia. Países que comparten un mismo idioma pero cada uno con temperamentos propios.

¿Consideras que estos desplazamientos geográficos han sido beneficiosos para tu novela; es más, dirías que, sin ellos, quizá jamás la hubieras escrito?

La hubiera escrito, con certeza. Sin esos desplazamientos, sin mi vasco madrileño, sin su primo, tal vez no reivindicara la vida de la musa cordobesa, pues definitivamente la conocí por mi cercanía con España. Carmina existiría sin duda. María Teresa tal vez no. Cada libro tiene su propia génesis: a veces son memorias mezcladas con una idea, como en «La valiente piconera», a veces una idea que surge y te corroe hasta que la dejas salir, como en mi segunda novela que escribo. Lo que sí le puedo asegurar es que una vez siento lo que quiero narrar y cuál será la voz que lo hará, entro en trance, solo pienso en ello, me olvido del mundo y me desinflo frente al computador. Me cuesta regresar a la realidad.

Respecto al idioma elegido para narrar «La valiente piconera» nos ha resultado de una lectura poco complicada a nivel léxico: ni en Córdoba ni en Santo Domingo ni en Bogotá has recurrido en exceso a localismos o modismos.

¿Has optado por un castellano digamos «estandarizado» para facilitar la lectura, o ha sido una decisión tomada para aglutinar mejor todas las tramas?
Evité usar modismos geográficos. En los personajes dominicanos, solo recurrí al uso que hacemos del pronombre antes del verbo «¿Cómo tú estás?» y a varias palabrotas muy caribeñas en Carmina y su madre. Fue más fácil el trabajo lingüístico con María Teresa y los personajes vascos, teniéndoles en casa. El seseo paisa, la prolífica elegancia del bogotano estaba a la mano. Realmente creo que el servicio de la novela «La valiente piconera» está más en su trama, sin demérito del lenguaje, que en las culturas de sus geografías. Mi segunda novela, sin embargo, tiene un personaje de otro país y otra cultura, que conlleva un trabajo lingüístico importante si quiero que trascienda y sea verosímil. Hasta ahora es lo que más me ha costado.

4. Priscilla, necesitamos tu colaboración para conocer algo más de la literatura dominicana. Tu país está invitado este año a la Feria del Libro de Madrid y no serán pocos los lectores que se acerquen a vuestra caseta interesados por conocer autores y obras de República Dominicana. Aparte de «La valiente piconera», que, sin duda, ocupará lugar estelar.

A pesar de haber tenido escritores desde los primeros años de la colonia, la República Dominicana no se distingue por tener la existencia de una industria editorial fuerte. Hasta época reciente los libros se publicaban en ediciones de autor con tiradas que no sobrepasaban los mil ejemplares. ¿Por qué? Ausencia de un público lector amplio y deficiencias en el sistema educativo. Después de la entrada de la imprenta en el XVII y del impulso que da la mano de obra extranjera en la industria azucarera se publican algunos folletos y llega a haber doce periódicos. Surgen sociedades culturales como Amantes de las Letras, de la Luz y Amigos del País. Luego en 1930 a 1978 es una etapa interesante, llegan los exiliados de la guerra civil española sacerdotes, profesores, escritores, empujan la edición. Colecciones de pensamientos dominicanos, libros de corte político por la ocupación americana, reedición de clásicos de Pedro Henríquez Ureña, Juan Bosch y Marrero Aristi y el surgimiento de los concursos literarios a cargo de empresas privadas: Fundación Corripio, Casa de Teatro, Siboney, Grupo E. León Jimenes.

El repunte se da en los 90 con la entrada de editoriales como Cielo Naranja (Berlín), Isla Negra (PR) y Alfaguara que desde 1999 hasta 2014 marca un hito en la historia de la industria editorial de RD publicando a más de 35 autores y profesionaliza el mercado del libro, hasta 2014 cuando es comprada por Pengüin Random House y solo edita textos infantiles. Actualmente el Ministerio de Cultura lleva a cabo programas más robustos para promover la cultura en todos sus géneros incluyendo la literatura y junto a empresas privadas son los motores de la actividad. Que la edición en RD no sea tan prolífera no significa que no tengamos excelentes escritores.

 
¿Puedes decirnos títulos y autores actuales de allí que, para ti, deberían hacerte compañía?

Dominicanos que han destacado reciente e internacionalmente, Julia Álvarez, Medalla Nacional de las Artes 2014 con «En el tiempo de las mariposas» y Junot Díaz, premio Pulitzer 2008 con «La maravillosa vida breve de Oscar Wao».

Los dominicanos clásicos preferidos o aquellos que leí especialmente en el círculo literario que fundé muy joven han sido: Juan Bosch, Balaguer y Marcio Veloz Maggiolo.

Mi escritora dominicana preferida es Carmen Imbert Brugal, pertenece al boom femenino latinoamericano de los 80, en su obra refleja una intensidad filosófica y psicológica tan viva… además, me arrebata su prosa. Sería un honor que ella estuviese allí.


También aprovechamos para preguntarte:

¿Qué autores dominicanos ha influido más en tu narrativa y, ya de paso, cuáles serían tus escritores predilectos, sin limitaciones geográficas ni temporales?

¿Cuáles escritores dominicanos influyen en mi obra? Carmen Imbert Brugal, como ya dije. En cuanto a mis escritores predilectos, siempre he sido una lectora voraz, amante de los grandes clásicos. Creo que todo lo que he leído influye en mi obra, pero si me obligas a mencionar algunos de los que me han inflamado el corazón, te diría que Dostoievski, Tolstoi, Víctor Hugo, Stendhal, Virginia Woolf, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Saramago, Muriel Barbery, Fernando Vallejo, Javier Marías
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Priscilla Velázquez Rivera

nació en Bilbao en 1966 y es diplomado en Relaciones Laborales y máster en Prevención (especialidad Seguridad e Higiene en el Trabajo). Residió un año en Buenos Aires tras ser becado por el Gobierno Vasco para llevar a cabo un trabajo sobre la legislación laboral argentina. En la actualidad se dedica en exclusiva a escribir guiones cinematográficos y a la literatura. En 2015 ha editado con Ediciones Oblicuas su primera novela, “Alcohol de 99º”. Recientemente ha terminado “Prosas para eunucos”, un libro de relatos en busca de editorial. Además de para Cita en la Glorieta, también reseña para las revistas Calibre. 38 y Moon Magazine.